Monday, April 16, 2012

Obras de Martin Lutero: Romanos.


PREFACIO A LA CARTA A LOS ROMANOS (1522)

Esta carta es la verdadera parte principal del Nuevo Testamento y el evangelio más puro. Es digna de que todo cristiano, no sólo la sepa de memoria palabra por palabra, sino también de que se ocupe en ella como su pan cotidiano del alma. Pues nunca puede llegar a ser leída o ponderada lo suficiente; y cuanto más se la estudia, tanto más preciosa y apetecible se vuelve. Por tal motivo quiero hacer mi aporte y facilitar el acceso a ella mediante este prefacio -en cuanto Dios me ha dado capacidad- para que sea entendida mejor por todos. Porque hasta ahora ha sido oscurecida en forma lamentable con comentarios y toda clase de charlatanerías, si bien en sí misma es una luz brillante casi suficiente para iluminar toda la Escritura.

Ante todo, debemos conocer su lenguaje, de manera que sepamos lo que San Pablo quiere decir con palabras como: ley, pecado, gracia, fe, justicia, carne, espíritu, y otras semejantes; pues de lo contrario la lectura no tendrá ningún provecho.

La palabrita ley no debe entenderse en sentido humano, es decir, como enseñanza de las obras que hay que hacer y las que hay que evitar, lo que es propio de leyes humanas, que se cumplen con obras, aunque el corazón no sea partícipe. Dios juzga lo íntimo del corazón. Por eso, su ley se dirige a lo más íntimo del corazón, y no se satisface con obras; por el contrario, censura las que no proceden de un corazón sincero, como hipocresías y mentiras. Por eso se llama mentirosos a todos los hombres en el Salmo 116:11 precisamente porque ninguno guarda o puede guardar la ley de todo corazón. Pues cualquiera encuentra en sí mismo desgano para realizar el bien y placer para realizar el mal. Cuando no existe el libre placer de hacer el bien, tampoco existe esa íntima armonía del corazón con la ley de Dios; entonces ciertamente también hay pecado e ira merecida de Dios, aunque exteriormente aparezcan muchas obras buenas y una vida honrada.

Por eso concluye San Pablo en el segundo capítulo que todos los judíos son pecadores, y afirma que solamente los que hicieron la ley están justificados ante Dios. Quiere decir con ello que nadie se considere cumplidor de la ley por el solo hecho de realizar las obras de la ley sino que les dice: "Tú ense ñas que no se debe cometer adulterio, pero tú adulteras”. Lo mismo: "En lo que juzgas a ,otro, te condenas a ti mismo, porque lo que juzgas lo haces tu mIsmo . Como si dijese: Tú vives muy bien exteriormente en las obras de la ley y enjuicias a los que no viven así, y sabes enseñar a cualquiera; ves la astilla en el ojo ajeno, pero quieres ignorar la viga en el propio. Porque, aunque exteriormente guardas la ley con obras por temor al castigo o por amor al premio, sin embargo todo lo haces sin amor espontáneo de la ley, sino con desgano. y por obligación; y con gusto, actuarías de otra forma si la ley no existiese. De ahí se deduce que tu eres enemigo de la ley en lo íntimo de tu corazón. ¿Qué significa que enseñes a otros a no hurtar, cuando tú mismo en lo íntimo de tu corazón eres un ladrón y lo serías exteriormente si pudieras? Claro que a menudo también la obra exterior no se hace esperar largo tiempo en tales hipócritas. Por lo tanto, enseñas a otros, pero no a ti mismo. Tú mismo no sabes lo que enseñas y nunca has entendido correctamente la ley. En efecto, la ley aumenta además el pecado, como dice el apóstol en el capítulo 5, puesto que el hombre se hace más enemigo de la ley cuanto más le exige lo que no puede hacer.

Por eso dice en el capítulo séptimo: “La ley es espiritual”. ¿Qué es esto? Si la ley fuera corporal, entonces bastaría con las obras. Pero como es espiritual, no basta con las obras, salvo que todo lo que hagas se haga verdaderamente de corazón. Pero nadie da un corazón semejante, sino el Espíritu de Dios, que hace al hombre concordar con la ley, de manera tal que siente agrado por ella de todo corazon y en adelante hace todo no por temor ni obligación, sino con libre corazón. De tal forma la leyes espiritual que quiere ser amada y cumplida por corazones espirituales y exige un espíritu tal. Si no se halla este espíritu en el corazón, entonces queda el pecado, el desgano,la enemistad contra le ley que es sin embargo buena, justa y santa.

Acostúmbrate, pues, a esta fonna de hablar: Una cosa es realizar las obras de la ley y otra cosa muy distinta, cumplir la ley. Las obras de la ley es todo lo que el hombre hace y puede hacer en conformidad con la ley por su libre voluntad y por sus propias fuerzas. Pero dado que bajo y junto a esas obras permanece en el corazón el desgano y la obligación hacia la ley, por ese motivo todas esas obras son pérdidas y sin ninguna utilidad. Esto quiere expresar San Pablo en el capítulo tercero cuando dice: "Ningún hombre será justificado ante Dios mediante las obras de la ley". Por eso puedes ver ahora que los disputadores escolásticos y sofistas son seductores, cuando enseñan prepararse con obras para la gracia. ¿Cómo se puede preparar con obras para el bien aquel que al ejecutar cualquier obra buena lo hace con desgano y contra su voluntad en su corazón? ¿Cómo podrá agradar a Dios lo que proviene de un corazón desganado y mal dispuesto?

Pero cumplir la leyes hacer sus obras con placer y amor, vivir de una manera piadosa y buena sin su imposición, como si la ley o el castigo no existieran. Pero tal placer de amor espontáneo lo produce en el corazón el Espíritu Santo, como dice en el capítulo quinto. Romanos 5: 5. Mas el espíritu no es dado sino solamente en, con o por la fe en Jesucristo, como dice en la introducción. Y la fe no viene sino solamente por la palabra de Dios o el evangelio que predica a Cristo, que es Hijo de Dios y hombre, muerto y resucitado por nosotros, como afirma en los capítulos tercero, cuarto y décimo.

De aquí proviene que solamente la fe justifique y cumpla la ley, pues obtiene el espíritu por el merecimiento de Cristo, espíritu que hace al corazón alegre y libre como lo exige la ley; de este modo las buenas obras provienen de la fe misma. Esto es lo que indica en el capítulo 3, después de haber rechazado las obras de la ley, dando la impresión de que quisiera suprimirla mediante la fe. No, dice, nosotros establecemos la ley mediante la fe, esto es, la cumplimos mediante la fe.

La Sagrada Escritura llama pecado, no solamente a la obra exterior del cuerpo, sino a todas las actividades que impulsan o mueven hacia ella, es decir, lo íntimo del corazón con todas sus fuerzas. Por consiguiente, la palabrita "hacer" significa que el hombre se entrega completamente al pecado. Pues no se produce ninguna obra exterior del pecado a menos que el hombre se empeñe en ella con cuerpo y alma. La Escritura mira especialmente al corazón y a la raíz y a la fuente principal de todo pecado: la incredulidad en lo íntimo del corazón. Así como solamente la fe justifica, trayendo consigo el espíritu y el placer para las buenas obras exteriores, de la misma manera también solamente la incredulidad peca e incita a la carne y la hace complacerse por las malas obras exteriores, como ocurrió con Adán y Eva en el Paraíso, Génesis 3.

Por eso Cristo llama pecado solamente a la incredulidad, cuando dice en Juan 16: 8,9 : "El espíritu castigará al mundo por los pecados, porque no han creído en mí". Por eso también, antes que ocurran buenas o malas obras, como sucede en los buenos o malos frutos, debe existir primero en el corazón la fe o la incredulidad, como raíz, como savia y fuerza principal de todos los pecados, que es llamada en la Escritura la cabeza de la serpiente y del viejo dragón que sería pisoteada por la estirpe de la mujer, por Cristo, como fue prometido a Adán.

La diferencia entre gracia y dádiva es que gracia significa propiamente benevolencia o favor de Dios que él abriga consigo mismo hacia nosotros y que le inclina a darnos a Cristo, al Espíritu con sus dones. Así lo evidencia en el capítulo quinto (Ro.5:15) cuando dice: "La gracia y el don en Cristo, etc..." Aunque los dones y el espíritu crezcan diariamente en nosotros - no llegando nunca a ser perfectos, de manera que aún permanecen en nosotros malos deseos y pecado, que luchan contra el espíritu, como afirma más adelante. (Romanos 7, Gálatas 5) y como se promete en Génesis 3;15 la lucha entre la estirpe de la mujer y de la serpiente- sin embargo la gracia hace tanto que nos podemos considerar completamente justificados ante Dios; ella no se divide ni se fracciona, como ocurre con los dones, sino que nos incorpora totalmente en su benevolencia, por causa de Cristo, nuestro intercesor y mediador, y por haber comenzado los dones en nosotros.

En esta forma entiendes, pues, el capítulo séptimo, en el que San Pablo se llama todavía pecador y, sin embargo, afirma en el octavo que no hay nada de condenable en aquellos que están en Cristo a causa de los imperfectos dones y del espíritu. Somos todavía pecadores, por causa de la carne que todavía no ha muerto, pero porque creemos en Cristo y tenemos el principio del espíritu, Dios es tan favorable y misericordioso para con nosotros, que no considera tales pecados ni quiere juzgarlos, sino que procederá con nosotros según nuestra fe en Cristo, hasta que el pecado sea suprimido.

La fe no es la ilusión humana o el sueño que algunos consideran como tal y cuando ven que no sigue un mejoramiento de la vida ni obras buenas, aunque sin embargo pueden oír y hablar mucho sobre ella,entonces caen en el error y afirman que la fe no es suficiente, de manera que habría que hacer obras para ser bueno y salvo.

Esto sucede cuando escuchan el evangelio y vienen después y se forman por propia cuenta un pensamiento en el corazón que les dice: yo creo; eso lo consideran después una fe correcta; pero, como es una invención humana y un pensamiento que nunca se experimenta en lo íntimo del corazón, entonces nada se llega a producir y no sigue ninguna mejora.

Pero la fe es una obra divina en nosotros que nos transforma y nos hace nacer de nuevo de Dios, Juan 1:13; mata al viejo Adán y nos hace ser un hombre distinto de corazón, de ánimo, de sentido y de todas las fuerzas, trayendo el Espíritu Santo consigo. La fe es una cosa viva, laboriosa, activa, poderosa, de manera que es imposible que no produzca el bien sin cesar. Tampoco interroga si hay que hacer obras buenas, sino que antes que se pregunte las hizo y está siempre en el hacer. Pero quien no hace tales obras es un hombre incrédulo, anda a tientas. Busca la fe y las buenas obras y no sabe lo que es fe o las buenas obras, y habla y charla mucho sobre ambas.

La fe es una viva e inconmovible seguridad en la gracia de Dios, tan cierta que un hombre moriría mil veces por ella. Y tal seguridad y conocimiento de la gracia divina hace al hombre alegre, valiente y contento frente a Dios y a todas las criaturas, que es lo que realiza el Espíritu Santo en la fe. Por eso se está dispuesto y contento sin ninguna imposición para hacer el bien y servir a cualquiera, para sufrir todo por amor y alabanza a Dios que le ha mostrado tal gracia. Por consiguiente, es imposible separar la obra de la fe, tan imposible como es separar el arder y el resplandecer del fuego. Por ello debes tener tanto cuidado ante tus propios falsos pensamientos y ante inútiles charlatanes que quieren ser inteligentes para juzgar sobre las buenas obras y son los más torpes.

Ruega a Dios para que produzca en ti la fe, de lo contrario quedarás eternamente privado de ella aunque inventes o hagas lo que quieras o puedas.

Ahora bien, la justicia es tal fe y se llama justicia de Dios o que vale ante Dios, por el hecho de que es un don de Dios y hace que el hombre le dé a cada uno lo que le debe. Pues por la fe llega a ser el hombre libre de pecado y a cumplir con agrado los mandamientos de Dios; con ello da a Dios la honra que le corresponde y le paga lo que le debe. Pero al hombre le sirve voluntariamente con lo que puede y paga también con ello a cualquiera. Tal justicia no puede ser realizada por la naturaleza, por la libre voluntad y por nuestras fuerzas. Pues así como nadie se puede dar a sí mismo la fe, así tampoco nadie puede quitarse la incredulidad. ¿Cómo quiere, pues, quitarse un solo pecado y aunque fuera el más peque ño? Por eso es falsedad, hipocresía y pecado lo que ocurre fuera de la fe o en la incredulidad, Romanos 14:23, por más que sea en apariencia.

La carne y el espíritu no debes comprenderlos aquí como si la primera fuese solamente lo que concierne a la impureza y el segundo a lo interior del corazón. Pablo llama carne, igual que Cristo, Juan 3:6, a todo lo nacido de carne, todo el hombre con cuerpo y alma, con la razón y todos los sentidos, precisamente porque todo en el hombre tiende hacia la carne, de modo que también puedes llamar carnal a aquel que sin la gracia inventa mucho sobre elevadas cuestiones espirituales, enseña y parlotea. Lo puedes aprender muy bien de las obras de la carne, según Gálatas 5, donde el apóstol llama obra de la carne también a la herejía y al odio. Y en Romanos 8:3 dice que, mediante la carne, la ley se debilita, lo que no se afirma respecto a la impureza, sino a todos los pecados y principalmente respecto a la incredulidad que es el más espiritual de los vicios.

Por otra parte, también tienes que llamar espiritual a aquel que realiza las obras más externas, como Cristo al lavar los pies de los discípulos y Pedro al conducir la barca y pescar. Por consiguiente, la carne es un hombre que vive y realiza interna y externamente lo que sirve para utilidad de la carne y de la vida temporal. El espíritu es el hombre que vive y realiza interna y externamente lo que está al servicio del espíritu y de la vida eterna. Sin esta comprensión de esas palabras nunca entenderás esta epístola de San Pablo ni ningún libro de la Sagrada Escritura. Por ello, debes precaverte de todos los maestros que utilizan estas palabras en otro sentido, sea quien fuere, Jerónimo, Agustín, Ambrosio, Orígenes, semejantes a ellos o aun superiores. Ahora consideremos la epístola.

Es deber de un predicador evangélico que en primer término mediante la revelación de la ley y de los pecados castigue todo y declare como pecado todo lo que no es vivido como procedente del espíritu y de la fe en Cristo, de modo que los hombres sean conducidos hacia el conocimiento de sí mismos y de su miseria, para que se hagan humildes y deseosos de ayuda. De la misma forma lo hace San Pablo y comienza en el primer capítulo a castigar los pecados graves y la incredulidad que son visibles a la luz del día, como los pecados que se dieron y aún se dan en los paganos que viven sin la gracia de Dios, y afirma que mediante el evangelio la cólera de Dios se revelará desde el cielo sobre todos los hombres a causa de su ateísmo y de su injusticia. Porque si bien saben y ven diariamente que hay un Dios, sin embargo, la naturaleza en sí, fuera de la gracia, es tan perversa que ni le agradece ni le honra; por el contrario, se enceguece a sí misma y cae sin cesar en acciones peores, hasta que después de la idolatría también produce los más vergonzosos pecados y los vicios sin pudor, y además permite que otros lo hagan en forma impune.

En el capítulo siguiente extiende tal castigo aun a aquellos que tan buenos aparecen externamente o los que pecan en secreto, como ocurría con los judíos y como sucede actualmente con todos los hipócritas que de mala gana viven correctamente y en el fondo del corazón son enemigos de la ley de Dios, pero que, sin embargo, hallan un placer en juzgar a otras personas, lo que es propio de todos los impostores que se consideran a sí mismos puros, pero que están llenos de la avaricia, del odio, del orgullo, y de toda la inmundicia, Mateo 23:27. Precisamente son aquellos que desprecian la bondad de Dios y que por su dureza acumulan la cólera sobre ellos. De esta manera San Pablo, como un auténtico intérprete de la ley, a nadie deja sin pecado, sino que anuncia la cólera de Dios a todos los que quieren vivir correctamente por su propia naturaleza o por libre voluntad, y no los hace aparecer mejores que a los pecadores públicos; en efecto, afirma que son duros de corazón e impenitentes.

En el capítulo tercero los coloca a todos en un mismo grupo y dice que uno es como el otro, todos pecadores ante Dios, excepto que los judíos tenían la palabra de Dios, aunque muchos no creyeron en ella; pero con eso no pierde validez la fe y la verdad de Dios, y agrega una afirmación del Salmo 51:6, que Dios permanece justo en su palabra. Después insiste de nuevo y demuestra también mediante la Escritura que todos son pecadores y que por las obras de la ley nadie es justificado, sino que la ley fue dada solamente para reconocer los pecados. Después comienza y muestra el recto camino para llegar a ser bueno y salvo y afirma: Todos son pecadores y sin la gloria de Dios, deben ser justificados sin merecimiento alguno por la fe en Jesucristo, quien nos lo ha hecho merecido por su sangre y ha llegado a ser un instrumento de propiciación por parte de Dios que nos perdona nuestros pecados anteriores para probar con ello que su justicia, que él entrega en la fe, es la única que nos ayuda. En aquel tiempo fue revelada mediante el evangelio y antes atestiguada por la ley y los profetas. Así la ley se establece mediante la fe, aunque con ello caen las obras de la ley con toda su gloria. En el capítulo cuarto - ya que en los primeros tres capítulos se pusieron de manifiesto los pecados y se enseñó el camino de la fe para la justicia - comienza a enfrentarse a algunas objeciones y protestas; en primer término, considera aquella que en general levantan los que oyen que la fe hace justo sin obras y dicen: ¿no hay que hacer ahora buenas obras? El mismo cita aquí el caso de Abraham y dice: ¿Qué hizo pues Abraham con sus obras? ¿Fue todo de balde? ¿.No tenían sus obras ninguna utilidad? Y concluye que Abraham, sin obra alguna, solamente mediante la fe ha sido justificado de tal manera que antes de la obra de su circuncisión fue ensalzado como justo por la Escritura solamente a causa de su fe, Génesis 15:6. Pero si la obra de la circuncisión no hizo nada con respecto a su justicia, que sin embargo Dios le mandó y que era una buena obra de obediencia, entonces ciertamente no habrá ninguna otra obra que haga algo con respecto a la justicia. Mas, como la circuncisión de Abraham era un signo exterior para que probara su justicia en la fe, así todas las buenas obras son solamente signos exteriores que resultan de la fe y muestran, como los buenos frutos, que el hombre ya está justificado interiormente ante Dios. De esta manera, confirma ahora San Pablo con un excelente ejemplo de la Escritura la doctrina de la fe expuesta en el capítulo tercero y agrega todavía un testigo, David, en el Salmo 32:1,2 que también sostiene que el hombre sin obras es justificado, aunque no dejará de hacer obras cuando esté justificado. Después extiende el ejemplo a todas las obras de la ley y concluye que los judíos no pueden ser herencia de Abraham solamente por causa de la sangre, mucho menos aún por causa de las obras de la ley, sino que deben heredar la fe de Abraham si quieren ser herederos auténticos; porque Abraham. antes de la ley -ambas, tanto la de Moisés como la de la circuncisión - fue justificado por la fe y es llamado el padre de todos los creyentes. Además, la ley produce más ira que gracia, porque nadie la cumple con amor y gusto, de modo que la ley produce más no-gracia que gracia (una tentativa de reproducir en Castellano el juego de palabras en el texto Alemán). Por eso solamente la fe puede alcanzar la gracia prometida a Abraham, porque también esos ejemplos han sido escritos para nosotros, con el objeto de que también nosotros creyésemos.

En el capítulo quinto se refiere a los frutos y obras de la fe: paz, alegría, amor a Dios y al prójimo; además, seguridad, intrepidez resolución, valor y esperanza en la tristeza y en el sufrimiento. Pues todo esto es lo que sigue cuando la fe es correcta a causa del bien superabundante que Dios nos muestra en Cristo, a quien dejó morir por nosotros, antes que se lo pidiéramos, más aún cuando todavía éramos enemigos. Por consiguiente, es evidente que la fe sin obra alguna justitica, de lo cual no se deduce, sin embargo, que por ello no se deba hacer ninguna obra buena, sino que por el contrario, las obras verdaderas no deben quedar afuera; de ellas nada saben los falsos devotos que inventan propias obras en las que no hay ni paz, ni alegría, ni seguridad, ni amor, ni esperanza, ni intrepidez, ni ninguna clase de verdadera obra y fe cristiana.

Después hace una agradable digresión y un rodeo y relata de dónde provienen ambos, el pecado y la justicia, la muerte y la vida, confrontando finalmente a ambos: Adán y Cristo. Quiere decir: por eso tuvo que venir Cristo, otro Adán, que nos dejara la herencia de su justicia, mediante un nuevo y espiritual nacimiento en la fe, así como aquel Adán nos dejó como herencia el pecado mediante el original nacimiento carnal. Pero se manifiesta y se confirma con ello que nadie puede con las obras liberarse a sí mismo del pecado y llegar a la justicia, así como tampoco puede evitar nacer corporalmente. Con eso se demuestra también que la ley divina -que por lógica debería ayudar- si es que puede ayudar algo para la justicia, no solamente no ha ayudado, sino que también ha aumentado los pecados, por el hecho de que la mala naturaleza se hace tanto más enemiga de la ley y quiera satisfacer sus apetitos tanto más cuanto más se lo prohíbe la ley. De esta manera, la ley hace aún más necesario a Cristo y exige más gracia que ayude a la naturaleza.

En el capítulo sexto considera la obra especial de la fe, la lucha del espíritu con la carne, dirigida a matar completamente los pecados y placeres restantes que quedan después de la justificación y nos enseña que nosotros no estamos liberados por la fe, de manera que podamos estar ociosos, flojos y seguros, como si ya no existiera ningún pecado. El pecado sigue existiendo pero no conduce a la condenación a causa de la fe que lucha contra él. Por eso, durante toda nuestra vida tenemos bastante que hacer con nosotros mismos, para subyugar nuestro cuerpo, matar sus apetitos y doblegar sus miembros, de manera que sean obedientes al espíritu y no a los placeres, a fin de que seamos iguales a Cristo en su muerte y resurrección y realicemos nuestro bautismo que significa también la muerte de los pecados y una nueva vida en la gracia hasta que, totalmente puros de pecados, resucitemos en forma corporal con Cristo y vivamos eternamente.

y esto lo podemos hacer porque, afirma él, estamos en la gracia y no en la ley. Esto lo interpreta de manera tal que no estar en la ley no debe significar no tener ninguna ley, de modo que se pueda hacer lo que cada cual quiera, sino que estar bajo la ley significa ocuparse en sus obras sin la gracia. Entonces dominará ciertamente el pecado por la ley, porque nadie siente una inclinación natural por ella; pero esto mismo es un gran pecado. La gracia, por el contrario, nos hace amable la ley, de modo que el pecado ya no existe y la ley no está más en oposición, sino de acuerdo con nosotros.

Esta es la verdadera libertad del pecado y de la ley, de lo cual habla hasta el final de este capítulo; es una libertad para hacer sola y gustosamente el bien y para vivir de una manera piadosa sin la imposición de la ley. Por tal motivo, tal libertad es una libertad espiritual, que no suprime la ley, sino que ofrece lo que es exigido por ella, es decir, el placer y el amor para que la ley sea silenciada y no tenga más que ejercer o exigir. Es lo mismo que si tuvieras alguna deuda con un señor feudal y no pudieras pagar. Podrías deshacerte de él de dos maneras: o bien que no tomara nada de ti y rompiera su registro de deudas o que algún hombre bondadoso pagara en tu lugar y te diera lo suficiente pata que salieras de la deuda. De esta manera nos ha liberado Cristo de la ley. Por eso no es una libertad desordenada y corporal que no tenga que hacer nada, .sino una libertad que hace muchas y muy diversas obras, pero que está libre de la exigencia y de la deuda de la ley.

En el capítulo séptimo confirma lo anterior mediante una comparación con la vida matrimonial. Cuando un hombre muere, entonces su mujer vuelve a estar soltera y uno está separado del otro definitivamente; pero no de tal manera que la mujer no pueda o que no le esté permitido tomar a otro hombre por esposo, sino más aún, está en completa y verdadera libertad para hacerlo; lo que no podía hacer antes que muriera su esposo. Así nuestra conciencia está atada a ese hombre viejo y pecador; cuando éste perece mediante el espíritu, entonces está la conciencia libre y separada de la ley, no en el sentido de que la conciencia no tenga que hacer nada, sino que debe primera y realmente atarse a Cristo, el otro esposo, y llevar fruto en la vida.

Después expone la naturaleza del pecado y de la ley, a saber cómo mediante la ley se excita tanto más y se hace poderoso el pecado. Porque el hombre viejo se hace siempre más enemigo de la ley, porque no puede pagar lo que es exigido por ella. Pues el pecar es su naturaleza y no puede por sí mismo hacer otra cosa; por eso es la ley su muerte y su martirio. No es que la ley sea mala:, sino que la mala naturaleza no puede soportar lo bueno, es decir que la ley exija de él algo bueno. Lo mismo que un enfermo no puede soportar que se exija que corra y salte y haga otras obras propias de un sano.

Por eso concluye aquí San Pablo que donde la ley se comprende bien y es captada de la mejor manera, allí no hace más que recordarnos de nuestros pecados y nos mata mediante los mismos y nos hace merecedores de la ira eterna, lo que se aprende y se experimenta tan bien en la conciencia, cuando es tocada seriamente por la ley. Por consiguiente hay que tener algo distinto y superior a la ley para hacer al hombre bueno y salvo. Los que no entienden correctamente la ley son ciegos; se portan con temeridad y piensan satisfacer la ley con obras, pues no saben cuánto exige la ley, es decir, un corazón libre, de buena voluntad, alegre. Por ello no pueden mirar a Moisés directamente a la cara; pues está cubierta y tapada para ellos por un velo.

Después muestra cómo el espíritu y la carne luchan entre sí en un hombre y se coloca él mismo como ejemplo, para que aprendamos a conocer la obra de matar los pecados en nosotros. Pero él llama a ambos, al espíritu y a la carne, una ley, porque así como es propio de la ley divina que impulse y exija, así también la carne impulsa, exige y se rebela contra el espíritu y quiere ver cumplido su deseo. Esta lucha permanece en nosostros mientras vivimos; en algunos, más, en otros menos, según que el espíritu o la carne llegue a ser más fuerte; y sin embargo el hombre mismo en su totalidad es ambas cosas, espíritu y carne; este hombre lucha consigo mismo hasta que llegue a ser completamente espiritual.

En el capítulo octavo consuela a tales luchadores con que tal carne no condena, y muestra además la naturaleza de la carne y del espíritu y cómo el espíritu viene de Cristo que nos ha dado su Espíritu Santo que nos hace espirituales y modera la carne y nos asegura que no obstante somos hijos de Dios, aunque el pecado desencadene en nosotros su furor, siempre que sigamos al espíritu y nos opongamos al pecado para matarlo. Como nada mejor existe para suprimir la Carne que la cruz y el sufrimiento, nos consuela en el sufrimiento mediante la asistencia del espíritu, del amor y de todas las criaturas, es decir, ambas cosas: el espíritu suspira en nosotros y la criatura anhela en nosotros que seamos liberados de la carne y del pecado. Así podemos ver que estos tres capítulos se dirigen hacia la misma obra de la fe, esto es, matar al viejo Adán y someter la carne.

En los capítulos nueve, diez y once enseña sobre la eterna providencia de Dios, en la cual tiene su origen quien ha de creer y quien no, quien puede liberarse de los pecados y quien no, con lo que es tomado para siempre y totalmente de nuestras manos y es colocado totalmente en la mano de Dios el que podamos ser justos. Y esto es lo más necesario, pues somos tan débiles e inconstantes que si de nosotros dependiera no llegaría ciertamente ningún hombre a ser salvo; el diablo los dominaría a todos. Pero por cuanto Dios está seguro de que su providencia no le falla, ni que nadie la puede estorbar, por eso tenemos esperanza contra el pecado.

Pero aquí hay que colocar un límite a los espíritus atrevidos y altaneros que empeñan los esfuerzos de su inteligencia ante todo en sondear el abismo de la providencia divina y se preocupan en vano con el problema de su predestinación. Ellos provocarán su propia caída, sea que desesperen o que pongan su vida. en juego. Tú, sin embargo, sigue esta epístola en el orden que la mIisma epístola establece,ocúpate primero en Cristo y en el evangelio, de modo que reconozcas tus pecados y la gracia divina y luego luches con el pecado, como se ha enseñado en los capítulos uno a ocho. Después, cuando hayas llegado al capítulo octavo - bajo la cruz y el sufrimIento - allí aprenderás bien cuán consoladora es la doctrina de la providencia de que hablan los capítulos 9, 10 y 11. Pues sin sufimiento o, sin cruz y sin peligros de muerte no se puede tratar la providencia sin daño y oculta cólera contra Dios. Por ello, debe estar muerto Adán, antes de que él soporte esta cosa y beba el vino fuerte. Por ello, debes precaverte de beber vino, cuando aún eres un lactante. Cada doctrina tiene su medida, su tiempo y su edad.

En el capítulo 12 enseña sobre el verdadero culto a Dios y hace a todos los cristianos sacerdotes, de manera que tienen que sacrificar, no diero ni animales, como en la ley, sino sus propios cuerpos, mortificando sus malas pasiones. Después describe la conducta extenor de los cristianos en el régimen espiritual, cómo deben enseñar predicar, gobernar, servir, dar, sufrir, amar, vivir, actuar, frente al amigo, del enemigo o de cualquiera. Estas son las obras que hace un cristiano; pues, como se ha dicho, la fe no es ociosa.

En el capítulo trece enseña a honrar y obedecer la autoridad secular; el objeto de su institución es que -aunque no haga buena ante Dios a la gente- al menos logre que la gente buena tenga exteriormente paz y protección y los malos no puedan hacer el mal libremente sin temor o en paz y tranquilidad. Por eso deben honrarlo también los buenos, aunque no necesiten de él. Pero finalmente lo encuadra todo en el amor y lo encierra en el ejemplo de Cristo: como él hizo con nosotros, así hagamos nosotros también y sigamos en sus pisadas.

En el capítulo catorce enseña a conducir con cuidado las conciencias débiles en la fe sin herirlas, utilizando la libertad de los cristianos no para dañar sino para proteger a los débiles. Pues donde no se hace esto, se produce la contienda y el desprecio del evangelio cuya conservación debe preocuparnos más que nada, porque es mejor ceder un poco al débil en la fe, hasta que llegue a ser más fuerte, antes que toda la doctrina del evangelio sucumba. Y tal obra es una labor especial del amor que es muy necesaria, precisamente ahora cuando sin necesidad alguna se perturba a las conciencias débiles desvergonzada y rudamente por comer carne y permitirse otras libertades, antes de que conozcan la verdad.

En el capítulo quince pone a Cristo como ejemplo para que toleremos también a los otros débiles que caen en la flaqueza de los pecados manifiestos o que son de costumbres desagradables, a los que no se debe rechazar, sino tolerarlos hasta que lleguen a ser mejores. Porque así ha actuado Cristo con nosotros y lo hace diariamente aún, de tal manera que soporta muchos vicios y malas costumbres junto a toda clase de imperfecciones en nosotros y nos ayuda constantemente. Después, al finalizar, ruega por ellos, los alaba y los encomienda a Dios; muestra cuál es su oficio y su predicación y pide muy amablemente cont ribución para los pobres en Jerusalén; todo lo que habla y trata es puro amor. Por lo tanto, encontramos en esta epístola de la manera más abundante lo que un cristiano debe saber, es decir, qué es la ley, el evangelio, el pecado, el castigo, la gracia, la fe, la justicia, Cristo, Dios, las buenas obras, el amor, la esperanza, la cruz, y cómo debemos comportarnos frente a cada persona, sea buena o pecadora, fuerte o débil, amigo o enemigo y frente a nosotros mismos. Todo esto además fundamentado muy acertadamente con textos de las Escrituras y mostrado con ejemplos propios y de los profetas, de modo que no queda nada más que desear. Por eso parece también que San Pablo ha querido en esta epístola resumir de una vez brevemente toda la doctrina cristiana y evangélica y facilitar el acceso a todo el Antiguo Testamento. Porque, sin duda, quien tiene esta epístola bien arraigada en su corazón posee en sí la luz y la fuerza del Antiguo Testamento. Por ello, cada cristiano debe familiarizarse con ella y ejercitarse permanentemente en ella. Para ello le otorgue Dios su gracia. Amén.

El último capítulo es un capítulo de salutaciones. Sin embargo, introduce una noble advertencia ante las doctrinas de los hombres que se infiltran entre la doctrina evangélica y provocan escándalo, como si ciertamente hubiese previsto que debían venir de Roma y por los romanistas los seductores y molestos cánones y decretales y todo enjambre y todos los gusanos de las leyes y mandamientos humanos que ahogan ahora ,a todo el mundo y que han aniquilado esta carta y toda la Sagrada Escritura junto con el espíritu y la fe, de modo que no ha quedado sino el ídolo vientre, cuyos servidores censura San Pablo. Dios nos redima de ellos. Amén.

Trad.: Carlos Witthaus.

(Editorial CLIE)

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