Wednesday, April 18, 2012

Obras de Martin Lutero: Romanos.

COMENTARIOS DE MARTIN LUTERO
PREFACIO A LA CARTA A LOS ROMANOS
Preface To The Epistle To The Romans
(1546 and 1522)
Esta carta es la verdadera parte principal del Nuevo Testamento y el evangelio más puro. Es digna de que todo cristiano, no sólo la sepa de memoria palabra por palabra, sino también de que se ocupe en ella como su pan cotidiano del alma. Pues nunca puede llegar a ser leída o ponderada lo suficiente; y cuanto más se la estudia, tanto más preciosa y apetecible se vuelve. Por tal motivo quiero hacer mi aporte y facilitar el acceso a ella mediante este prefacio -en cuanto Dios me ha dado capacidad- para que sea entendida mejor por todos. Porque hasta ahora ha sido oscurecida en forma lamentable con comentarios y toda clase de charlatanerías, si bien en sí misma es una luz brillante casi suficiente para iluminar toda la Escritura.

Ante todo, debemos conocer su lenguaje, de manera que sepamos lo que San Pablo quiere decir con palabras como: ley, pecado, gracia, fe, justicia, carne, espíritu, y otras semejantes; pues de lo contrario la lectura no tendrá ningún provecho.

La palabrita ley no debe entenderse en sentido humano, es decir, como enseñanza de las obras que hay que hacer y las que hay que evitar, lo que es propio de leyes humanas, que se cumplen con obras, aunque el corazón no sea partícipe. Dios juzga lo íntimo del corazón. Por eso, su ley se dirige a lo más íntimo del corazón, y no se satisface con obras; por el contrario, censura las que no proceden de un corazón sincero, como hipocresías y mentiras. Por eso se llama mentirosos a todos los hombres en el Salmo 116:11 precisamente porque ninguno guarda o puede guardar la ley de todo corazón. Pues cualquiera encuentra en sí mismo desgano para realizar el bien y placer para realizar el mal. Cuando no existe el libre placer de hacer el bien, tampoco existe esa íntima armonía del corazón con la ley de Dios; entonces ciertamente también hay pecado e ira merecida de Dios, aunque exteriormente aparezcan muchas obras buenas y una vida honrada.

Por eso concluye San Pablo en el segundo capítulo que todos los judíos son pecadores, y afirma que solamente los que hicieron la ley están justificados ante Dios. Quiere decir con ello que nadie se considere cumplidor de la ley por el solo hecho de realizar las obras de la ley sino que les dice: "Tú ense ñas que no se debe cometer adulterio, pero tú adulteras”. Lo mismo: "En lo que juzgas a ,otro, te condenas a ti mismo, porque lo que juzgas lo haces tu mIsmo . Como si dijese: Tú vives muy bien exteriormente en las obras de la ley y enjuicias a los que no viven así, y sabes enseñar a cualquiera; ves la astilla en el ojo ajeno, pero quieres ignorar la viga en el propio. Porque, aunque exteriormente guardas la ley con obras por temor al castigo o por amor al premio, sin embargo todo lo haces sin amor espontáneo de la ley, sino con desgano. y por obligación; y con gusto, actuarías de otra forma si la ley no existiese. De ahí se deduce que tu eres enemigo de la ley en lo íntimo de tu corazón. ¿Qué significa que enseñes a otros a no hurtar, cuando tú mismo en lo íntimo de tu corazón eres un ladrón y lo serías exteriormente si pudieras? Claro que a menudo también la obra exterior no se hace esperar largo tiempo en tales hipócritas. Por lo tanto, enseñas a otros, pero no a ti mismo. Tú mismo no sabes lo que enseñas y nunca has entendido correctamente la ley. En efecto, la ley aumenta además el pecado, como dice el apóstol en el capítulo 5, puesto que el hombre se hace más enemigo de la ley cuanto más le exige lo que no puede hacer.

Por eso dice en el capítulo séptimo: “La ley es espiritual”. ¿Qué es esto? Si la ley fuera corporal, entonces bastaría con las obras. Pero como es espiritual, no basta con las obras, salvo que todo lo que hagas se haga verdaderamente de corazón. Pero nadie da un corazón semejante, sino el Espíritu de Dios, que hace al hombre concordar con la ley, de manera tal que siente agrado por ella de todo corazon y en adelante hace todo no por temor ni obligación, sino con libre corazón. De tal forma la leyes espiritual que quiere ser amada y cumplida por corazones espirituales y exige un espíritu tal. Si no se halla este espíritu en el corazón, entonces queda el pecado, el desgano,la enemistad contra le ley que es sin embargo buena, justa y santa.

Acostúmbrate, pues, a esta forma de hablar: Una cosa es realizar las obras de la ley y otra cosa muy distinta, cumplir la ley. Las obras de la ley es todo lo que el hombre hace y puede hacer en conformidad con la ley por su libre voluntad y por sus propias fuerzas. Pero dado que bajo y junto a esas obras permanece en el corazón el desgano y la obligación hacia la ley, por ese motivo todas esas obras son pérdidas y sin ninguna utilidad. Esto quiere expresar San Pablo en el capítulo tercero cuando dice: "Ningún hombre será justificado ante Dios mediante las obras de la ley". Por eso puedes ver ahora que los disputadores escolásticos y sofistas son seductores, cuando enseñan prepararse con obras para la gracia. ¿Cómo se puede preparar con obras para el bien aquel que al ejecutar cualquier obra buena lo hace con desgano y contra su voluntad en su corazón? ¿Cómo podrá agradar a Dios lo que proviene de un corazón desganado y mal dispuesto?

Pero cumplir la leyes hacer sus obras con placer y amor, vivir de una manera piadosa y buena sin su imposición, como si la ley o el castigo no existieran. Pero tal placer de amor espontáneo lo produce en el corazón el Espíritu Santo, como dice en el capítulo quinto. Romanos 5: 5. Mas el espíritu no es dado sino solamente en, con o por la fe en Jesucristo, como dice en la introducción. Y la fe no viene sino solamente por la palabra de Dios o el evangelio que predica a Cristo, que es Hijo de Dios y hombre, muerto y resucitado por nosotros, como afirma en los capítulos tercero, cuarto y décimo.

De aquí proviene que solamente la fe justifique y cumpla la ley, pues obtiene el espíritu por el merecimiento de Cristo, espíritu que hace al corazón alegre y libre como lo exige la ley; de este modo las buenas obras provienen de la fe misma. Esto es lo que indica en el capítulo 3, después de haber rechazado las obras de la ley, dando la impresión de que quisiera suprimirla mediante la fe. No, dice, nosotros establecemos la ley mediante la fe, esto es, la cumplimos mediante la fe.

La Sagrada Escritura llama pecado, no solamente a la obra exterior del cuerpo, sino a todas las actividades que impulsan o mueven hacia ella, es decir, lo íntimo del corazón con todas sus fuerzas. Por consiguiente, la palabrita "hacer" significa que el hombre se entrega completamente al pecado. Pues no se produce ninguna obra exterior del pecado a menos que el hombre se empeñe en ella con cuerpo y alma. La Escritura mira especialmente al corazón y a la raíz y a la fuente principal de todo pecado: la incredulidad en lo íntimo del corazón. Así como solamente la fe justifica, trayendo consigo el espíritu y el placer para las buenas obras exteriores, de la misma manera también solamente la incredulidad peca e incita a la carne y la hace complacerse por las malas obras exteriores, como ocurrió con Adán y Eva en el Paraíso, Génesis 3.

Por eso Cristo llama pecado solamente a la incredulidad, cuando dice en Juan 16: 8,9 : "El espíritu castigará al mundo por los pecados, porque no han creído en mí". Por eso también, antes que ocurran buenas o malas obras, como sucede en los buenos o malos frutos, debe existir primero en el corazón la fe o la incredulidad, como raíz, como savia y fuerza principal de todos los pecados, que es llamada en la Escritura la cabeza de la serpiente y del viejo dragón que sería pisoteada por la estirpe de la mujer, por Cristo, como fue prometido a Adán.

La diferencia entre gracia y dádiva es que gracia significa propiamente benevolencia o favor de Dios que él abriga consigo mismo hacia nosotros y que le inclina a darnos a Cristo, al Espíritu con sus dones. Así lo evidencia en el capítulo quinto (Ro.5:15) cuando dice: "La gracia y el don en Cristo, etc..." Aunque los dones y el espíritu crezcan diariamente en nosotros - no llegando nunca a ser perfectos, de manera que aún permanecen en nosotros malos deseos y pecado, que luchan contra el espíritu, como afirma más adelante. (Romanos 7, Gálatas 5) y como se promete en Génesis 3;15 la lucha entre la estirpe de la mujer y de la serpiente- sin embargo la gracia hace tanto que nos podemos considerar completamente justificados ante Dios; ella no se divide ni se fracciona, como ocurre con los dones, sino que nos incorpora totalmente en su benevolencia, por causa de Cristo, nuestro intercesor y mediador, y por haber comenzado los dones en nosotros.

En esta forma entiendes, pues, el capítulo séptimo, en el que San Pablo se llama todavía pecador y, sin embargo, afirma en el octavo que no hay nada de condenable en aquellos que están en Cristo a causa de los imperfectos dones y del espíritu. Somos todavía pecadores, por causa de la carne que todavía no ha muerto, pero porque creemos en Cristo y tenemos el principio del espíritu, Dios es tan favorable y misericordioso para con nosotros, que no considera tales pecados ni quiere juzgarlos, sino que procederá con nosotros según nuestra fe en Cristo, hasta que el pecado sea suprimido.

La fe no es la ilusión humana o el sueño que algunos consideran como tal y cuando ven que no sigue un mejoramiento de la vida ni obras buenas, aunque sin embargo pueden oír y hablar mucho sobre ella,entonces caen en el error y afirman que la fe no es suficiente, de manera que habría que hacer obras para ser bueno y salvo.

Esto sucede cuando escuchan el evangelio y vienen después y se forman por propia cuenta un pensamiento en el corazón que les dice: yo creo; eso lo consideran después una fe correcta; pero, como es una invención humana y un pensamiento que nunca se experimenta en lo íntimo del corazón, entonces nada se llega a producir y no sigue ninguna mejora.

Pero la fe es una obra divina en nosotros que nos transforma y nos hace nacer de nuevo de Dios, Juan 1:13; mata al viejo Adán y nos hace ser un hombre distinto de corazón, de ánimo, de sentido y de todas las fuerzas, trayendo el Espíritu Santo consigo. La fe es una cosa viva, laboriosa, activa, poderosa, de manera que es imposible que no produzca el bien sin cesar. Tampoco interroga si hay que hacer obras buenas, sino que antes que se pregunte las hizo y está siempre en el hacer. Pero quien no hace tales obras es un hombre incrédulo, anda a tientas. Busca la fe y las buenas obras y no sabe lo que es fe o las buenas obras, y habla y charla mucho sobre ambas.

La fe es una viva e inconmovible seguridad en la gracia de Dios, tan cierta que un hombre moriría mil veces por ella. Y tal seguridad y conocimiento de la gracia divina hace al hombre alegre, valiente y contento frente a Dios y a todas las criaturas, que es lo que realiza el Espíritu Santo en la fe. Por eso se está dispuesto y contento sin ninguna imposición para hacer el bien y servir a cualquiera, para sufrir todo por amor y alabanza a Dios que le ha mostrado tal gracia. Por consiguiente, es imposible separar la obra de la fe, tan imposible como es separar el arder y el resplandecer del fuego. Por ello debes tener tanto cuidado ante tus propios falsos pensamientos y ante inútiles charlatanes que quieren ser inteligentes para juzgar sobre las buenas obras y son los más torpes.

Ruega a Dios para que produzca en ti la fe, de lo contrario quedarás eternamente privado de ella aunque inventes o hagas lo que quieras o puedas.

Ahora bien, la justicia es tal fe y se llama justicia de Dios o que vale ante Dios, por el hecho de que es un don de Dios y hace que el hombre le dé a cada uno lo que le debe. Pues por la fe llega a ser el hombre libre de pecado y a cumplir con agrado los mandamientos de Dios; con ello da a Dios la honra que le corresponde y le paga lo que le debe. Pero al hombre le sirve voluntariamente con lo que puede y paga también con ello a cualquiera. Tal justicia no puede ser realizada por la naturaleza, por la libre voluntad y por nuestras fuerzas. Pues así como nadie se puede dar a sí mismo la fe, así tampoco nadie puede quitarse la incredulidad. ¿Cómo quiere, pues, quitarse un solo pecado y aunque fuera el más peque ño? Por eso es falsedad, hipocresía y pecado lo que ocurre fuera de la fe o en la incredulidad, Romanos 14:23, por más que sea en apariencia.

La carne y el espíritu no debes comprenderlos aquí como si la primera fuese solamente lo que concierne a la impureza y el segundo a lo interior del corazón. Pablo llama carne, igual que Cristo, Juan 3:6, a todo lo nacido de carne, todo el hombre con cuerpo y alma, con la razón y todos los sentidos, precisamente porque todo en el hombre tiende hacia la carne, de modo que también puedes llamar carnal a aquel que sin la gracia inventa mucho sobre elevadas cuestiones espirituales, enseña y parlotea. Lo puedes aprender muy bien de las obras de la carne, según Gálatas 5, donde el apóstol llama obra de la carne también a la herejía y al odio. Y en Romanos 8:3 dice que, mediante la carne, la ley se debilita, lo que no se afirma respecto a la impureza, sino a todos los pecados y principalmente respecto a la incredulidad que es el más espiritual de los vicios.

Por otra parte, también tienes que llamar espiritual a aquel que realiza las obras más externas, como Cristo al lavar los pies de los discípulos y Pedro al conducir la barca y pescar. Por consiguiente, la carne es un hombre que vive y realiza interna y externamente lo que sirve para utilidad de la carne y de la vida temporal. El espíritu es el hombre que vive y realiza interna y externamente lo que está al servicio del espíritu y de la vida eterna. Sin esta comprensión de esas palabras nunca entenderás esta epístola de San Pablo ni ningún libro de la Sagrada Escritura. Por ello, debes precaverte de todos los maestros que utilizan estas palabras en otro sentido, sea quien fuere, Jerónimo, Agustín, Ambrosio, Orígenes, semejantes a ellos o aun superiores. Ahora consideremos la epístola.

Es deber de un predicador evangélico que en primer término mediante la revelación de la ley y de los pecados castigue todo y declare como pecado todo lo que no es vivido como procedente del espíritu y de la fe en Cristo, de modo que los hombres sean conducidos hacia el conocimiento de sí mismos y de su miseria, para que se hagan humildes y deseosos de ayuda. De la misma forma lo hace San Pablo y comienza en el primer capítulo a castigar los pecados graves y la incredulidad que son visibles a la luz del día, como los pecados que se dieron y aún se dan en los paganos que viven sin la gracia de Dios, y afirma que mediante el evangelio la cólera de Dios se revelará desde el cielo sobre todos los hombres a causa de su ateísmo y de su injusticia. Porque si bien saben y ven diariamente que hay un Dios, sin embargo, la naturaleza en sí, fuera de la gracia, es tan perversa que ni le agradece ni le honra; por el contrario, se enceguece a sí misma y cae sin cesar en acciones peores, hasta que después de la idolatría también produce los más vergonzosos pecados y los vicios sin pudor, y además permite que otros lo hagan en forma impune.

En el capítulo siguiente extiende tal castigo aun a aquellos que tan buenos aparecen externamente o los que pecan en secreto, como ocurría con los judíos y como sucede actualmente con todos los hipócritas que de mala gana viven correctamente y en el fondo del corazón son enemigos de la ley de Dios, pero que, sin embargo, hallan un placer en juzgar a otras personas, lo que es propio de todos los impostores que se consideran a sí mismos puros, pero que están llenos de la avaricia, del odio, del orgullo, y de toda la inmundicia, Mateo 23:27. Precisamente son aquellos que desprecian la bondad de Dios y que por su dureza acumulan la cólera sobre ellos. De esta manera San Pablo, como un auténtico intérprete de la ley, a nadie deja sin pecado, sino que anuncia la cólera de Dios a todos los que quieren vivir correctamente por su propia naturaleza o por libre voluntad, y no los hace aparecer mejores que a los pecadores públicos; en efecto, afirma que son duros de corazón e impenitentes.

En el capítulo tercero los coloca a todos en un mismo grupo y dice que uno es como el otro, todos pecadores ante Dios, excepto que los judíos tenían la palabra de Dios, aunque muchos no creyeron en ella; pero con eso no pierde validez la fe y la verdad de Dios, y agrega una afirmación del Salmo 51:6, que Dios permanece justo en su palabra. Después insiste de nuevo y demuestra también mediante la Escritura que todos son pecadores y que por las obras de la ley nadie es justificado, sino que la ley fue dada solamente para reconocer los pecados. Después comienza y muestra el recto camino para llegar a ser bueno y salvo y afirma: Todos son pecadores y sin la gloria de Dios, deben ser justificados sin merecimiento alguno por la fe en Jesucristo, quien nos lo ha hecho merecido por su sangre y ha llegado a ser un instrumento de propiciación por parte de Dios que nos perdona nuestros pecados anteriores para probar con ello que su justicia, que él entrega en la fe, es la única que nos ayuda. En aquel tiempo fue revelada mediante el evangelio y antes atestiguada por la ley y los profetas. Así la ley se establece mediante la fe, aunque con ello caen las obras de la ley con toda su gloria. En el capítulo cuarto - ya que en los primeros tres capítulos se pusieron de manifiesto los pecados y se enseñó el camino de la fe para la justicia - comienza a enfrentarse a algunas objeciones y protestas; en primer término, considera aquella que en general levantan los que oyen que la fe hace justo sin obras y dicen: ¿no hay que hacer ahora buenas obras? El mismo cita aquí el caso de Abraham y dice: ¿Qué hizo pues Abraham con sus obras? ¿Fue todo de balde? ¿.No tenían sus obras ninguna utilidad? Y concluye que Abraham, sin obra alguna, solamente mediante la fe ha sido justificado de tal manera que antes de la obra de su circuncisión fue ensalzado como justo por la Escritura solamente a causa de su fe, Génesis 15:6. Pero si la obra de la circuncisión no hizo nada con respecto a su justicia, que sin embargo Dios le mandó y que era una buena obra de obediencia, entonces ciertamente no habrá ninguna otra obra que haga algo con respecto a la justicia. Mas, como la circuncisión de Abraham era un signo exterior para que probara su justicia en la fe, así todas las buenas obras son solamente signos exteriores que resultan de la fe y muestran, como los buenos frutos, que el hombre ya está justificado interiormente ante Dios. De esta manera, confirma ahora San Pablo con un excelente ejemplo de la Escritura la doctrina de la fe expuesta en el capítulo tercero y agrega todavía un testigo, David, en el Salmo 32:1,2 que también sostiene que el hombre sin obras es justificado, aunque no dejará de hacer obras cuando esté justificado. Después extiende el ejemplo a todas las obras de la ley y concluye que los judíos no pueden ser herencia de Abraham solamente por causa de la sangre, mucho menos aún por causa de las obras de la ley, sino que deben heredar la fe de Abraham si quieren ser herederos auténticos; porque Abraham. antes de la ley -ambas, tanto la de Moisés como la de la circuncisión - fue justificado por la fe y es llamado el padre de todos los creyentes. Además, la ley produce más ira que gracia, porque nadie la cumple con amor y gusto, de modo que la ley produce más no-gracia que gracia (una tentativa de reproducir en Castellano el juego de palabras en el texto Alemán). Por eso solamente la fe puede alcanzar la gracia prometida a Abraham, porque también esos ejemplos han sido escritos para nosotros, con el objeto de que también nosotros creyésemos.

En el capítulo quinto se refiere a los frutos y obras de la fe: paz, alegría, amor a Dios y al prójimo; además, seguridad, intrepidez resolución, valor y esperanza en la tristeza y en el sufrimiento. Pues todo esto es lo que sigue cuando la fe es correcta a causa del bien superabundante que Dios nos muestra en Cristo, a quien dejó morir por nosotros, antes que se lo pidiéramos, más aún cuando todavía éramos enemigos. Por consiguiente, es evidente que la fe sin obra alguna justitica, de lo cual no se deduce, sin embargo, que por ello no se deba hacer ninguna obra buena, sino que por el contrario, las obras verdaderas no deben quedar afuera; de ellas nada saben los falsos devotos que inventan propias obras en las que no hay ni paz, ni alegría, ni seguridad, ni amor, ni esperanza, ni intrepidez, ni ninguna clase de verdadera obra y fe cristiana.

Después hace una agradable digresión y un rodeo y relata de dónde provienen ambos, el pecado y la justicia, la muerte y la vida, confrontando finalmente a ambos: Adán y Cristo. Quiere decir: por eso tuvo que venir Cristo, otro Adán, que nos dejara la herencia de su justicia, mediante un nuevo y espiritual nacimiento en la fe, así como aquel Adán nos dejó como herencia el pecado mediante el original nacimiento carnal. Pero se manifiesta y se confirma con ello que nadie puede con las obras liberarse a sí mismo del pecado y llegar a la justicia, así como tampoco puede evitar nacer corporalmente. Con eso se demuestra también que la ley divina -que por lógica debería ayudar- si es que puede ayudar algo para la justicia, no solamente no ha ayudado, sino que también ha aumentado los pecados, por el hecho de que la mala naturaleza se hace tanto más enemiga de la ley y quiera satisfacer sus apetitos tanto más cuanto más se lo prohíbe la ley. De esta manera, la ley hace aún más necesario a Cristo y exige más gracia que ayude a la naturaleza.

En el capítulo sexto considera la obra especial de la fe, la lucha del espíritu con la carne, dirigida a matar completamente los pecados y placeres restantes que quedan después de la justificación y nos enseña que nosotros no estamos liberados por la fe, de manera que podamos estar ociosos, flojos y seguros, como si ya no existiera ningún pecado. El pecado sigue existiendo pero no conduce a la condenación a causa de la fe que lucha contra él. Por eso, durante toda nuestra vida tenemos bastante que hacer con nosotros mismos, para subyugar nuestro cuerpo, matar sus apetitos y doblegar sus miembros, de manera que sean obedientes al espíritu y no a los placeres, a fin de que seamos iguales a Cristo en su muerte y resurrección y realicemos nuestro bautismo que significa también la muerte de los pecados y una nueva vida en la gracia hasta que, totalmente puros de pecados, resucitemos en forma corporal con Cristo y vivamos eternamente.

y esto lo podemos hacer porque, afirma él, estamos en la gracia y no en la ley. Esto lo interpreta de manera tal que no estar en la ley no debe significar no tener ninguna ley, de modo que se pueda hacer lo que cada cual quiera, sino que estar bajo la ley significa ocuparse en sus obras sin la gracia. Entonces dominará ciertamente el pecado por la ley, porque nadie siente una inclinación natural por ella; pero esto mismo es un gran pecado. La gracia, por el contrario, nos hace amable la ley, de modo que el pecado ya no existe y la ley no está más en oposición, sino de acuerdo con nosotros.

Esta es la verdadera libertad del pecado y de la ley, de lo cual habla hasta el final de este capítulo; es una libertad para hacer sola y gustosamente el bien y para vivir de una manera piadosa sin la imposición de la ley. Por tal motivo, tal libertad es una libertad espiritual, que no suprime la ley, sino que ofrece lo que es exigido por ella, es decir, el placer y el amor para que la ley sea silenciada y no tenga más que ejercer o exigir. Es lo mismo que si tuvieras alguna deuda con un señor feudal y no pudieras pagar. Podrías deshacerte de él de dos maneras: o bien que no tomara nada de ti y rompiera su registro de deudas o que algún hombre bondadoso pagara en tu lugar y te diera lo suficiente pata que salieras de la deuda. De esta manera nos ha liberado Cristo de la ley. Por eso no es una libertad desordenada y corporal que no tenga que hacer nada, .sino una libertad que hace muchas y muy diversas obras, pero que está libre de la exigencia y de la deuda de la ley.

En el capítulo séptimo confirma lo anterior mediante una comparación con la vida matrimonial. Cuando un hombre muere, entonces su mujer vuelve a estar soltera y uno está separado del otro definitivamente; pero no de tal manera que la mujer no pueda o que no le esté permitido tomar a otro hombre por esposo, sino más aún, está en completa y verdadera libertad para hacerlo; lo que no podía hacer antes que muriera su esposo. Así nuestra conciencia está atada a ese hombre viejo y pecador; cuando éste perece mediante el espíritu, entonces está la conciencia libre y separada de la ley, no en el sentido de que la conciencia no tenga que hacer nada, sino que debe primera y realmente atarse a Cristo, el otro esposo, y llevar fruto en la vida.

Después expone la naturaleza del pecado y de la ley, a saber cómo mediante la ley se excita tanto más y se hace poderoso el pecado. Porque el hombre viejo se hace siempre más enemigo de la ley, porque no puede pagar lo que es exigido por ella. Pues el pecar es su naturaleza y no puede por sí mismo hacer otra cosa; por eso es la ley su muerte y su martirio. No es que la ley sea mala:, sino que la mala naturaleza no puede soportar lo bueno, es decir que la ley exija de él algo bueno. Lo mismo que un enfermo no puede soportar que se exija que corra y salte y haga otras obras propias de un sano.

Por eso concluye aquí San Pablo que donde la ley se comprende bien y es captada de la mejor manera, allí no hace más que recordarnos de nuestros pecados y nos mata mediante los mismos y nos hace merecedores de la ira eterna, lo que se aprende y se experimenta tan bien en la conciencia, cuando es tocada seriamente por la ley. Por consiguiente hay que tener algo distinto y superior a la ley para hacer al hombre bueno y salvo. Los que no entienden correctamente la ley son ciegos; se portan con temeridad y piensan satisfacer la ley con obras, pues no saben cuánto exige la ley, es decir, un corazón libre, de buena voluntad, alegre. Por ello no pueden mirar a Moisés directamente a la cara; pues está cubierta y tapada para ellos por un velo.

Después muestra cómo el espíritu y la carne luchan entre sí en un hombre y se coloca él mismo como ejemplo, para que aprendamos a conocer la obra de matar los pecados en nosotros. Pero él llama a ambos, al espíritu y a la carne, una ley, porque así como es propio de la ley divina que impulse y exija, así también la carne impulsa, exige y se rebela contra el espíritu y quiere ver cumplido su deseo. Esta lucha permanece en nosostros mientras vivimos; en algunos, más, en otros menos, según que el espíritu o la carne llegue a ser más fuerte; y sin embargo el hombre mismo en su totalidad es ambas cosas, espíritu y carne; este hombre lucha consigo mismo hasta que llegue a ser completamente espiritual.

En el capítulo octavo consuela a tales luchadores con que tal carne no condena, y muestra además la naturaleza de la carne y del espíritu y cómo el espíritu viene de Cristo que nos ha dado su Espíritu Santo que nos hace espirituales y modera la carne y nos asegura que no obstante somos hijos de Dios, aunque el pecado desencadene en nosotros su furor, siempre que sigamos al espíritu y nos opongamos al pecado para matarlo. Como nada mejor existe para suprimir la Carne que la cruz y el sufrimiento, nos consuela en el sufrimiento mediante la asistencia del espíritu, del amor y de todas las criaturas, es decir, ambas cosas: el espíritu suspira en nosotros y la criatura anhela en nosotros que seamos liberados de la carne y del pecado. Así podemos ver que estos tres capítulos se dirigen hacia la misma obra de la fe, esto es, matar al viejo Adán y someter la carne.

En los capítulos nueve, diez y once enseña sobre la eterna providencia de Dios, en la cual tiene su origen quien ha de creer y quien no, quien puede liberarse de los pecados y quien no, con lo que es tomado para siempre y totalmente de nuestras manos y es colocado totalmente en la mano de Dios el que podamos ser justos. Y esto es lo más necesario, pues somos tan débiles e inconstantes que si de nosotros dependiera no llegaría ciertamente ningún hombre a ser salvo; el diablo los dominaría a todos. Pero por cuanto Dios está seguro de que su providencia no le falla, ni que nadie la puede estorbar, por eso tenemos esperanza contra el pecado.

Pero aquí hay que colocar un límite a los espíritus atrevidos y altaneros que empeñan los esfuerzos de su inteligencia ante todo en sondear el abismo de la providencia divina y se preocupan en vano con el problema de su predestinación. Ellos provocarán su propia caída, sea que desesperen o que pongan su vida. en juego. Tú, sin embargo, sigue esta epístola en el orden que la mIisma epístola establece,ocúpate primero en Cristo y en el evangelio, de modo que reconozcas tus pecados y la gracia divina y luego luches con el pecado, como se ha enseñado en los capítulos uno a ocho. Después, cuando hayas llegado al capítulo octavo - bajo la cruz y el sufrimIento - allí aprenderás bien cuán consoladora es la doctrina de la providencia de que hablan los capítulos 9, 10 y 11. Pues sin sufimiento o, sin cruz y sin peligros de muerte no se puede tratar la providencia sin daño y oculta cólera contra Dios. Por ello, debe estar muerto Adán, antes de que él soporte esta cosa y beba el vino fuerte. Por ello, debes precaverte de beber vino, cuando aún eres un lactante. Cada doctrina tiene su medida, su tiempo y su edad.

En el capítulo 12 enseña sobre el verdadero culto a Dios y hace a todos los cristianos sacerdotes, de manera que tienen que sacrificar, no diero ni animales, como en la ley, sino sus propios cuerpos, mortificando sus malas pasiones. Después describe la conducta extenor de los cristianos en el régimen espiritual, cómo deben enseñar predicar, gobernar, servir, dar, sufrir, amar, vivir, actuar, frente al amigo, del enemigo o de cualquiera. Estas son las obras que hace un cristiano; pues, como se ha dicho, la fe no es ociosa.

En el capítulo trece enseña a honrar y obedecer la autoridad secular; el objeto de su institución es que -aunque no haga buena ante Dios a la gente- al menos logre que la gente buena tenga exteriormente paz y protección y los malos no puedan hacer el mal libremente sin temor o en paz y tranquilidad. Por eso deben honrarlo también los buenos, aunque no necesiten de él. Pero finalmente lo encuadra todo en el amor y lo encierra en el ejemplo de Cristo: como él hizo con nosotros, así hagamos nosotros también y sigamos en sus pisadas.

En el capítulo catorce enseña a conducir con cuidado las conciencias débiles en la fe sin herirlas, utilizando la libertad de los cristianos no para dañar sino para proteger a los débiles. Pues donde no se hace esto, se produce la contienda y el desprecio del evangelio cuya conservación debe preocuparnos más que nada, porque es mejor ceder un poco al débil en la fe, hasta que llegue a ser más fuerte, antes que toda la doctrina del evangelio sucumba. Y tal obra es una labor especial del amor que es muy necesaria, precisamente ahora cuando sin necesidad alguna se perturba a las conciencias débiles desvergonzada y rudamente por comer carne y permitirse otras libertades, antes de que conozcan la verdad.

En el capítulo quince pone a Cristo como ejemplo para que toleremos también a los otros débiles que caen en la flaqueza de los pecados manifiestos o que son de costumbres desagradables, a los que no se debe rechazar, sino tolerarlos hasta que lleguen a ser mejores. Porque así ha actuado Cristo con nosotros y lo hace diariamente aún, de tal manera que soporta muchos vicios y malas costumbres junto a toda clase de imperfecciones en nosotros y nos ayuda constantemente. Después, al finalizar, ruega por ellos, los alaba y los encomienda a Dios; muestra cuál es su oficio y su predicación y pide muy amablemente cont ribución para los pobres en Jerusalén; todo lo que habla y trata es puro amor. Por lo tanto, encontramos en esta epístola de la manera más abundante lo que un cristiano debe saber, es decir, qué es la ley, el evangelio, el pecado, el castigo, la gracia, la fe, la justicia, Cristo, Dios, las buenas obras, el amor, la esperanza, la cruz, y cómo debemos comportarnos frente a cada persona, sea buena o pecadora, fuerte o débil, amigo o enemigo y frente a nosotros mismos. Todo esto además fundamentado muy acertadamente con textos de las Escrituras y mostrado con ejemplos propios y de los profetas, de modo que no queda nada más que desear. Por eso parece también que San Pablo ha querido en esta epístola resumir de una vez brevemente toda la doctrina cristiana y evangélica y facilitar el acceso a todo el Antiguo Testamento. Porque, sin duda, quien tiene esta epístola bien arraigada en su corazón posee en sí la luz y la fuerza del Antiguo Testamento. Por ello, cada cristiano debe familiarizarse con ella y ejercitarse permanentemente en ella. Para ello le otorgue Dios su gracia. Amén.

El último capítulo es un capítulo de salutaciones. Sin embargo, introduce una noble advertencia ante las doctrinas de los hombres que se infiltran entre la doctrina evangélica y provocan escándalo, como si ciertamente hubiese previsto que debían venir de Roma y por los romanistas los seductores y molestos cánones y decretales y todo enjambre y todos los gusanos de las leyes y mandamientos humanos que ahogan ahora ,a todo el mundo y que han aniquilado esta carta y toda la Sagrada Escritura junto con el espíritu y la fe, de modo que no ha quedado sino el ídolo vientre, cuyos servidores censura San Pablo. Dios nos redima de ellos. Amén.
This Epistle is really the chief part of the New Testament and the very purest Gospel, and is worthy not only that every Christian should know it word for word, by heart, but occupy himself with it every day, as the daily bread of the soul. It can never be read or pondered too much, and the more it is dealt with the more precious it becomes, and the better it tastes.

Therefore, I, too, will do my best, so far as God has given me power, to open the way into it through this preface, so that it may be the better understood by everyone. For heretofore it has been evilly darkened with commentaries and all kinds of idle talk, though it is, in itself, a bright light, almost enough to illumine all the Scripture.

To begin with we must have knowledge of its language and know what St. Paul means by the words, law, sin, grace, faith, righteousness, flesh, spirit, etc., otherwise no reading of it has any value.

The little word “law,” you must not take here in human fashion, as a teaching about what works are to be done or not done. That is the way it is with human laws, — the law is fulfilled by works, even though there is no heart in them. But God judges according to what is at the bottom of the heart, and for this reason, His law makes its demands on the inmost heart and cannot be satisfied with works, but rather punishes works that are done otherwise than from the bottom of the heart, as hypocrisy and lies. Hence all men are called liars, in Psalm 116:11, for the reason that no one keeps or can keep God’s law from the bottom of the heart, for everyone finds in himself displeasure in what is good and pleasure in what is bad. If, then, there is no willing pleasure in the good, then the inmost heart is not set on the law of God, then there is surely sin, and God’s wrath is deserved, even though outwardly there seem to be many good works and an honorable life.

Hence St. Paul concludes, in chapter 2, that the Jews are all sinners, and says that only the doers of the law are righteous before God. He means by this that no one is, in his works, a doer of the law; on the contrary, he speaks to them thus, “Thou teachest not to commit adultery, but thou committest adultery”; and “Wherein thou judgest another, thou condemnest thyself, because thou doest the same thing that thou judgest”; as if to say, “You live a fine outward life in the works of the law, and judge those who do not so live, and know how to teach everyone; you see the splinter in the other’s eye, but of the beam in your own eye you are not aware.”

For even though you keep the law outwardly, with works, from fear of punishment or love of reward, nevertheless, you do all this without willingness and pleasure, and without love for the law; but rather with unwillingness, under compulsion; and you would rather do otherwise, if the law were not there. The conclusion is that at the bottom of your heart you hate the law. What matter, then, that you teach others not to steal, if you are a thief at heart, and would gladly be one outwardly, if you dared? Though, to be sure, the outward work is not far behind such hypocrites! Thus you teach others, but not yourself; and you yourself know not what you teach, and have never yet rightly understood the law. Nay, the law increases sin, as he says in chapter v, for the reason that the more the law demands what men cannot do, the more they hate the law.

For this reason he says, in Romans 7:14, “The law is spiritual.” What is that? If the law were for the body, it could be satisfied with works; but since it is spiritual, no one can satisfy it, unless all that you do is done from the bottom of the heart. But such a heart is given only by God’s Spirit, who makes a man equal to the law, so that he acquires a desire for the law in his heart, and henceforth does nothing out of fear and compulsion, but everything out of a willing heart. That law, then, is spiritual which will be loved and fulfilled with such a spiritual heart, and requires such a spirit. Where that spirit is not in the heart, there sin remains, and displeasure with the law, and enmity toward it; though the law is good and just and holy.

Accustom yourself, then, to this language, and you will find that doing the works of the law and fulfilling the law are two very different things. The work of the law is everything that one does, or can do toward keeping the law of his own free will or by his own powers. But since under all these works and along with them there remains in the heart dislike for the law and the compulsion to keep it, these works are all wasted and have no value. That is what St. Paul means in Romans 3:20, when he says, “By the works of the law no man becomes righteous before God.” Hence you see that the wranglers and sophists are deceivers, when they teach men to prepare themselves for grace by means of works. How can a man prepare himself for good by means of works, if he does no good works without displeasure and unwillingness of heart? How shall a work please God, if it proceeds from a reluctant and resisting heart?

To fulfill the law, however, is to do its works with pleasure, and love, and to live a godly and good life of one’s own accord, without the compulsion of the law. This pleasure and love for the law is put into the heart by the Holy Ghost, as he says in Romans 5:5. But the Holy Ghost is not given except in, with, and by faith in Jesus Christ, as he says in the introduction; and faith does not come, save only through God’s Word or Gospel, which preaches Christ, that He is God’s Son and a man, and has died and risen again for our sakes, as he says in Romans 3:25, Romans 4:25 and Romans 10:9.

Hence it comes that faith alone makes righteous and fulfils the law; for out of Christ’s merit, it brings the Spirit, and the Spirit makes the heart glad and free, as the law requires that it shall be. Thus good works come out of faith. That is what he means in Romans 3:31, after he has rejected the works of the law, so that it sounds as though he would abolish the law by faith; “Nay,” he says, “we establish the law by faith,” that is, we fulfill it by faith.

Sin, in the Scripture, means not only the outward works of the body, but all the activities that move men to the outward works, namely, the inmost heart, with all its powers. Thus the little word “do” ought to mean that a man falls all the way into sin and walks in sin. This is done by no outward work of sin, unless a man goes into sin altogether, body and soul. And the Scriptures look especially into the heart and have regard to the root and source of all sin, which is unbelief in the inmost heart. As, therefore, faith alone makes righteous, and brings the Spirit, and produces pleasure in good, eternal works, so unbelief alone commits sin, and brings up the flesh, and produces pleasure in bad external works, as happened to Adam and Eve in Paradise.

Hence Christ calls unbelief the only sin, when he says, in John 16:8, “The Spirit will rebuke the world for sin, because they believe not on me.” For this reason, too, before good or bad works are done, which are the fruits, there must first be in the heart faith or unbelief, which is the root, the sap, the chief power of all sin. And this is called in the Scriptures, the head of the serpent and of the old dragon, which the seed of the woman, Christ, must tread under foot, as was promised to Adam, in Genesis 3:3.

Between grace and gift there is this difference. Grace means properly God’s favor, or the good-will God bears us, by which He is disposed to give us Christ and to pour into us the Holy Ghost, with His gifts. This is clear from chapter 5, where he speaks of “the grace and gift in Christ.” The gifts and the Spirit increase in us every day, though they are not yet perfect, and there remain in us the evil lust and sin that war against the Spirit, as he says in Romans 7:14 and Galatians 5:17, and the quarrel between the seed of the woman and the seed of the serpent is foretold in Genesis 3:15. Nevertheless, grace does so much that we are accounted wholly righteous before God. For His grace is not divided or broken up, as are the gifts, but it takes us entirely into favor, for the sake of Christ our Intercessor and Mediator, and because of that the gifts are begun in us.

In this sense, then, you understand chapter 7, in which St. Paul still calls himself a sinner, and yet says, in Romans 8:1, that there is nothing condemnable in those are in Christ on account of the incompleteness of the gifts and of the Spirit. Because the flesh is not yet slain, we still are sinners; but because we believe and have a beginning of the Spirit, God is so favorable and gracious to us that He will not count the sin against us or judge us for it, but will deal with us according to our faith in Christ, until sin is slain.

Faith is not that human notion and dream that some hold for faith. Because they see that no betterment of life and no good works follow it, and yet they can hear and say much about faith, they fall into error, and say, “Faith is not enough; one must do works in order to be righteous and be saved.” This is the reason that, when they hear the Gospel, they fall to — and make for themselves, by their own powers, an idea in their hearts, which says, “I believe.” This they hold for true faith. But it is a human imagination and idea that never reaches the depths of the heart, and so nothing comes of it and no betterment follows it.

Faith, however, is a divine work in us. It changes us and makes us to be born anew of God (John 1:13); it kills the old Adam and makes altogether different men, in heart and spirit and mind and powers, and it brings with it the Holy Ghost. O, it is a living, busy, active, mighty thing, this faith; and so it is impossible for it not to do good works incessantly. It does not ask whether there are good works to do, but before the question rises; it has already done them, and is always at the doing of them. He who does not these works is a faithless man. He gropes and looks about after faith and good works, and knows neither what faith is nor what good works are, though he talks and talks, with many words, about faith and good works.

Faith is a living, daring confidence in God’s grace, so sure and certain that a man would stake his life on it a thousand times. This confidence in God’s grace and knowledge of it makes men glad and bold and happy in dealing with God and with all His creatures; and this is the work of the Holy Ghost in faith. Hence a man is ready and glad, without compulsion, to do good to everyone, to serve everyone, to suffer everything, in love and praise of God, who has shown him this grace; and thus it is impossible to separate works from faith, quite as impossible as to separate heat and light from fire. Beware, therefore, of your own false notions and of the idle talkers, who would be wise enough to make decisions about faith and good works, and yet are the greatest fools. Pray God to work faith in you; else you will remain forever without faith, whatever you think or do.

Righteousness, then, is such a faith and is called “God’s righteousness,” or “the righteousness that avails before God,” because God gives it and counts it as righteousness for the sake of Christ, our Mediator, and makes a man give to every man what he owes him. For through faith a man becomes sinless and comes to take pleasure in God’s commandments; thus he gives to God the honor that is His and pays Him what he owes Him; but he also serves man willingly, by whatever means he can, and thus pays his debt to everyone. Such righteousness nature and free will and all our powers cannot bring into existence. No one can give himself faith, and no more can he take away his own unbelief; how, then, will he take away a single sin, even the very smallest? Therefore, all that is done apart from faith, or in unbelief, is false; it is hypocrisy and sin, no matter how good a show it makes (Romans 14:23).

You must not so understand flesh and spirit as to think I that flesh has to do only with unchastity and spirit only with what is inward, in the heart; but Paul, like Christ, in John 3:6, calls “flesh” everything that is born of the flesh; viz., the: whole man, with body and soul, mind and senses, because everything about him longs for the flesh. Thus you should learn to call him “fleshly” who thinks, teaches, and talks a great deal about high spiritual matters, but without grace. From the “works of the flesh,” in Galatians 5:20, you can learn that Paul calls heresy and hatred “works of the flesh,” and in Romans 8:3, he says that “the law was weak through the flesh,” and this does not refer to unchastity, but to all sins, above all to unbelief, which is the most spiritual of all vices.

On the other hand, he calls him a spiritual man who is occupied with the most external kind of works, as Christ, when He washed the disciples’ feet, and Peter, when he steered his boat, and fished. Thus “the flesh” is a man who lives and works, inwardly and outwardly, in the service of the flesh’s profit and of this temporal life; “the spirit” is the man who lives and works, inwardly and outwardly, in the service of the Spirit and the future life.

Without such an understanding of these words, you will never understand this letter of St. Paul, or any other book of Holy Scripture. Therefore, beware of all teachers who use these words in a different sense, no matter who they are, even Jerome, Augustine, Ambrose, Origen, and men like them, or above them. Now we will take up the Epistle.

It is right for a preacher of the Gospel first, by a revelation of the law and of sin, to rebuke everything and make sin of everything that is not the living fruit of the Spirit and of faith in Christ, so that men may be led to know themselves and their own wretchedness, and become humble and a ask for help. That is what St. Paul does. He begins in Chapter 1 and rebukes the gross sin and unbelief that are plainly evident, as the sins of the heathen, who live without God’s grace, were and still are. He says: The wrath of God is revealed from heaven, through the Gospel, upon all men because of their godless lives and their unrighteousness. For even though they know and daily recognize that there is a God, nevertheless, nature itself, without grace, is so bad that it neither thanks nor honors Him, but blinds itself, and goes continually from bad to worse, until at last, after idolatry, it commits the most shameful sins, with all the vices, and is not ashamed, and allows others to do these things unrebuked.

In chapter 2, he stretches this rebuke still farther and extends it to those who seem outwardly to be righteous, but commit sin in secret. Such were the Jews and such are all the hypocrites, who, without desire or love for the law of God, lead good lives, but hate God’s law in their hearts, and yet are prone to judge other people. It is the nature of all the hypocrites to think themselves pure, and yet be full of covetousness, hatred, pride, and all uncleanness (Matthew 23:25). These are they who despise God’s goodness and in their hardness heap wrath upon themselves. Thus St. Paul, as a true interpreter of the law, leaves no one without sin, but proclaims the wrath of God upon all who live good lives from nature or free will, and makes them appear no better than open sinners; indeed he says that they are hardened and unrepentant.

In chapter 3, he puts them all together in a heap, and says that one is like the other; they are all sinners before God, except that the Jews have had God’s Word. Not many have believed on it, to be sure, but that does not mean that the faith and truth of God are exhausted; and he quotes a saying from Psalm 51:4, that God remains righteous in His words. Afterwards he comes back to this again and proves by Scripture that they are all sinners and that by the works of the law no man is justified, but that the law was given only that sin might be known.

Then he begins to teach the right way by which men must be justified and saved, and says, They are all sinners and without praise from God, but they must be justified, without merit, through faith in Christ, who has earned this for us by His blood, and has been made for us a mercy-seat by God, Who forgives us all former sins, proving thereby that were we aided only by His righteousness, which He gives in faith, which is revealed in this time through the Gospel and “testified before by the law and the prophets.” Thus the law is set up by faith, though the works of the law are put down by it, together with the reputation that they give.

After the first three chapters, in which sin is revealed and faith’s way to righteousness is taught, he begins, in chapter 4, to meet certain objections And first he takes up the one that all men commonly make when they hear of faith, that it justifies, without works. They say, “Are men, then, to do no good works?” Therefore he himself takes up the case of Abraham, and asks, “What did Abraham accomplish, then, with his good works? Were they all in vain? Were his works of no use?” He concludes that Abraham was justified by faith alone, without any works; nay, the Scriptures, in Genesis 15:6, declare that he was justified by faith alone, even before the work of circumcision. But if the work of circumcision contributed nothing to his righteousness, though God commanded it and it was a good work of obedience; then, surely, no other good work will contribute anything to righteousness. On the other hand, if Abraham’s circumcision was an external sign by which he showed the righteousness that was already his in faith, then all good works are only external signs which follow out of faith, and show, like good fruit, that a man is already inwardly righteous before God.

With this powerful illustration, out of the Scriptures, St. Paul establishes the doctrine of faith which he had taught before, in chapter 3. He also brings forward another witness, viz, David, in Psalm 32:1 who says that a man is justified without works, although he does not remain without works when he has been justified. Then he gives the illustration a broader application, and concludes that the Jews cannot be Abraham’s heirs merely because of their blood, still less because of the works of the law, but must be heirs of Abraham’s faith, if they would be true heirs. For before the law — either the law of Moses or the law of circumcision — Abraham was justified by faith and called the father of believers; moreover, the law works wrath rather than grace, because no one keeps it out of love for it and pleasure in it, so that what comes by the works of the law is disgrace rather than grace. Therefore faith alone must obtain the grace promised to Abraham, for these examples were written for our sakes, that we, too, should believe.

In chapter 5, he comes to the fruits and works of faith, such as peace, joy, love to God and to every man, and confidence, boldness, joy, courage, and hope in tribulation and suffering. For all this follows, if faith be true, because of the over-abundant goodness that God shows us in Christ, so that He caused Him to die for us before we could ask it, nay, while we were still His enemies. Thus we have it that faith justifies without any works; and yet it does not follow that men are, therefore, to do no good works, but rather that the true works will not be absent. Of these the workrighteous saints know nothing, but feign works of their own in which there is no peace, joy, confidence, love, hope, boldness, nor any of the qualities of true Christian works and faith.

After this, he breaks out, and makes a pleasant excursion, and tells whence come both sin and righteousness, death and life, and compares Adam and Christ. He says that Christ had

In chapter 6, he takes up the special work of faith, the conflict of the spirit with the flesh, for the complete slaying of the sin and lust that remain after we are justified. He teaches us that by faith we are not so freed from sin that we can be idle, slack, and careless, as though there were no longer any sin in us. There is sin; but it is no longer counted for condemnation, because of the faith that strives against it. Therefore we have enough to do all our life long in taming the body, slaying its lusts, and compelling its members to obey the spirit and not the lusts, thus making our lives like the death and resurrection of Christ and completing our baptism — which signifies the death of sin and the new life of grace — until we are entirely pure of sins, and even our bodies rise again with Christ and live forever.

And that we can do, he says, because we are in grace and not in the law. He himself explains that to mean that to be without the law is not the same thing as to have no laws and be able to do what one pleases; but we are under the law when, without grace, we occupy ourselves in the work of the law. Then sin assuredly rules by the law, for no one loves the law by nature; and that is great sin. Grace, however, makes the law dear to us, and then sin is no more there, and the law is no longer against us, but with us.

This is the true freedom from sin and the law, of which he: writes, down to the end of this chapter, saying that it is liberty only to do good with pleasure and live a good life without the compulsion of the law. Therefore this liberty is a spiritual liberty, which does not abolish the law, but presents what the law demands; namely, pleasure and love. Thus the law is quieted, and no longer drives men or makes demands of them. It is just as if you owed a debt to your overlord and could not pay it. There are two ways in which you could rid yourself of the debt, — either he would take nothing from you and would tear up the account; or some good man would pay it for you, and give you the means to satisfy the account. It is in this latter way that Christ has made us free from the law. Our liberty is, therefore, no fleshly liberty, which is not obligated to do anything, but a liberty that does many works of all kinds, and thus is free from the demands and the debts of the law.

In chapter 7, he supports this with a parable of the mar-tied life. When a man dies, his wife is single, and thus the one is released from the other; not that the wife cannot or ought not take another husband, but rather that she is now really free to take another, which she could not do before she was free from her husband. So our conscience is bound to the law, under the old man; when he is slain by the Spirit, then the conscience is free; the one is released from the other; not that the conscience is to do nothing, but rather that it is now really free to cleave to Christ, the second husband, and bring forth the fruit of life.

Then he sketches out more broadly the nature of sin and the law, showing how, by means of the law sin now moves and is mighty. The old man hates the law the more because he cannot pay what the law demands, for sin is his nature and by himself he can do nothing but sin; therefore the law is death to him, and torment. Not that the law is bad, but his evil nature cannot endure the good, and the law demands good of him. So a sick man cannot endure it when he is required to run and jump and do the works of a well man.

Therefore St. Paul here concludes that the law, rightly understood and thoroughly comprehended, does nothing more than remind us of our sin, and slay us by it, and make us liable to eternal wrath; and all this is taught and experienced by our conscience, when it is really smitten by the law. Therefore a man must have something else than the law, and more than the law, to make him righteous and save him. But they who do not rightly understand the law are blind; they go ahead, in their presumption, and think to satisfy the law with their works, not knowing what the law demands, viz., a willing and happy heart. Therefore they do not see Moses dearly, the veil is put between them and him, and covers him.

Then he shows how spirit and flesh strive with one another in a man. He uses himself as an example, in order that we may learn rightly to understand the work of slaying sin within us. He calls both spirit and flesh “laws,” for just as it is the nature of the divine law to drive men and make demands of them, so the flesh drives men and makes demands and rages against the spirit, and will have its own way. The spirit, too, drives men and makes demands contrary to the flesh, and will have its own way. This contention within us lasts as long as we live, though in one man it is greater, in another less, according as spirit or flesh is stronger. Nevertheless, the whole man is both spirit and flesh and he fights with himself until he becomes wholly spiritual.

In chapter 8, he encourages these fighters, telling them not to condemn the flesh; and he shows further what the nature of flesh and spirit is, and how the spirit comes from Christ, Who has given us His Holy Spirit to make us spiritual and subdue the flesh. He assures us that we are still God’s children, however hard sin may rage within us, so long as we follow the spirit and resist sin, to slay it. Since, however, nothing else is so good for the mortifying of the flesh as the cross and suffering, he comforts us in suffering with the support of the Spirit of love, and of the whole creation. For the Spirit sighs within us and the creation longs with us that we may be rid of the flesh and of sin. So we see that these three chapters (6-8) deal with the one work of faith, which is to slay the old Adam and subdue the flesh.

In chapters 9, 10, and 11, he teaches concerning God’s eternal predestination, from which it originally comes that one, believes or not, is rid of sin or not rid of it. Thus our becoming righteous is taken entirely out of our hands and put in the hand of God. And that is most highly necessary. We are so weak and uncertain that, if it were in our power, surely not one man would be saved, the devil would surely overpower us all; but since God is certain, and His predestination cannot fail, and no one can withstand Him, we still have hope against sin.

And here we must set a boundary for those audacious and high-climbing spirits, who first bring their own thinking to this matter and begin at the top to search the abyss of divine predestination, and worry in vain about whether they are predestinate. They must have a fall; either they will despair, or else they will take long risks.

But do you follow the order of this epistle. Worry first about Christ and the Gospel, that you may recognize your sin and His grace; then fight ),our sin, as the first eight chapters here have taught; then, when you have reached the eighth chapter, and are under the cross and suffering, that will teach you the right doctrine of predestination, in the ninth, tenth and eleventh chapters, and how comforting it is. For in the absence of suffering and the cross and the danger of death, one cannot deal with predestination without harm and without secret wrath against God. The old Adam must die before he can endure this subject and drink the strong wine of it. Therefore beware not to drink wine while you are still a suckling. There is a limit, a time, an age for every doctrine.

In chapter 12, he teaches what true worship is; and he makes all Christians priests, who are to offer not money and cattle, as under the law, but their own bodies, with a slaying of the lusts. Then he describes the outward conduct of Christians, under spiritual government, telling how they are to teach, preach, rule, serve, give, suffer, love, live, and act toward friend, foe and all men. These are the works that a Christian does; for, as has been said, faith takes no holidays.

In chapter 13, he teaches honor and obedience to worldly government, which accomplishes much, although it does not make its people righteous before God. It is instituted in order that the good may have outward peace and protection, and that the wicked may not be free to do evil, without fear, in peace and quietness. Therefore the righteous are to honor it, though they do not need it. In the end he comprises it all in love, and includes it in the example of Christ, Who has done for us what we also are to do, following in His footsteps.

In chapter 14, he teaches that weak consciences are to be led gently in faith and to be spared, so that Christians are not to use their liberty for doing harm, but for the furtherance of the weak. If that is not done, then discord follows and contempt for the Gospel; and the Gospel is the all-important thing. Thus it is better to yield a little to the weak in faith, until they grow stronger, than to have the doctrine of the Gospel come to naught. This is a peculiar work of love, for which there is great need even now, when with meat-eating and other liberties, men are rudely and roughly shaking weak consciences, before they know the truth.

In chapter 15, he sets up the example of Christ, to show that we are to suffer those who are weak in other ways, — those whose weakness lies in open sins or in unpleasing habits. These men are not to be cast off, but borne with till they grow better. For so Christ has done to us, and still does every day; lie bears with our many faults and bad habits, and with all our imperfections, and helps us constantly.

Then, at the end, he prays for them, praises them and commends them to God; he speaks of his office and his preaching, and asks them gently for a contribution to the poor at Jerusalem; all that he speaks of or deals with is pure love.

The last chapter is a chapter of greetings, but he mingles with them a noble warning against doctrines of men, which are put in alongside the doctrine of the Gospel and cause offense. It is as though he had foreseen that out of Rome and through the Romans would come the seductive and offensive canons and decretals and the whole squirming mass of human laws and commandments, which have now drowned the whole world and wiped out this Epistle and all the Holy Scriptures, along with the Spirit and with faith, so that nothing has remained there except the idol, Belly, whose servants St. Paul here rebukes. God release us from them. Amen.

Thus in this Epistle we find most richly the things that a Christian ought to know; namely, what is law, Gospel, sin, punishment, grace, faith, righteousness, Christ, God, good works, love, hope, the cross, and also how we are to conduct ourselves toward everyone, whether righteous or sinner, strong or weak, friend or foe. All this is ably founded on Scripture and proved by his own example and that of the prophets. Therefore it appears that St. Paul wanted to comprise briefly in this one epistle the whole Christian and evangelical doctrine and to prepare an introduction to the entire Old Testament; for, without doubt, he who has this epistle well in his heart, has the light and power of the Old Testament with him. Therefore let every Christian exercise himself in it habitually and continually. To this may God give His grace. Amen.

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