JUSTIFICACIÓN
POR LA FE.
Hay
por lo tanto una diferencia entre pecadores y pecadores.
Los
unos son pecadores y
confiesan haber
pecado, pero no desean ser Justificados; antes bien, descartan esto
totalmente y siguen pecando como hombres que en la hora de la muerte
caen en desesperación y mientras viven sirven al mundo. Los otros en
cambio también
son pecadores y confiesan estar pecando y haber pecado, pero este
estado de cosas les causa un profundo dolor y los llena de odio
contra sí mismos, razón por la cual desean ser justificados y
elevan constantes súplicas y gemidos a Dios para que les otorgue su
justicia. Estos son el pueblo de Dios que lleva sobre sus hombros
cual yugo el juicio de la cruz.
Del
mismo modo difieren también los justos de los injustos.
Los
injustos afirman ser justos y no tienen deseo alguno de ser
justificados; antes bien esperan ser premiados y adornados con una
corona de honor. Los que en verdad son justos, afirman no serlo, sino
que antes bien temen ser condenados y ansían ser justificados. Por
lo tanto: que seamos pecadores, no nos causa ningún daño, con tal
que con todas nuestras fuerzas tratemos de ser justificados.
Por
tal motivo el diablo, maestro consumado en mil ardides, nos persigue
y nos acecha con increíble astucia. A unos los aparta de la senda
recta envolviéndolos en pecados manifiestos. A otros, que creen
estar ya justificados, los induce a detenerse en sus esfuerzos,
volverse tibios, y desistir de sus ansias de justicia. De esto se
habla en Ap. 3: 14 con respecto al ángel de la iglesia en Laodicea.
A un tercer grupo los hace caer en supersticiones y
rarezas de tipo sectario, de manera que, como gente de una
santidad mayor y dueña ya de la justicia, por cierto no se vuelven
tibios, sino que despliegan una actividad febril, apartados de los
demás a los que miran con orgulloso desdén. Y a un cuarto grupo los
impulsa a que con insensato esfuerzo intenten ser puros y santos,
libres de todo pecado. Y cuando se dan cuenta de haber pecado e
incurrido involuntariamente en alguna maldad, los aterra con la
amenaza del juicio y les causa tales cargos de conciencia que por
poco caen en desesperación. Arteramente, el diablo detecta las
flaquezas de cada cual, y de acuerdo con éstas le arma su trampa. Y
como aquel cuarto grupo busca tan fervientemente la justicia, le
resulta muy difícil al diablo persuadirlos a que hagan lo contrario.
Por eso comienza por apoyarlos en su propósito, haciendo que
exageren sus esfuerzos por desprenderse de toda concupiscencia. Y
cuando no lo consiguen, los hace sentirse tristes, deprimidos,
pusilánimes, desesperados, e infunde en sus conciencias una terrible
inquietud.
No
nos queda, pues, otra salida: Tenemos que permanecer en nuestra
condición de personas que cometen pecados, y, confiando en la
misericordia de Dios, suplicarle que él nos libere de los mismos,
como un convaleciente que, si tiene demasiada prisa por curarse,
corre el peligro de sufrir una recaída tanto más peligrosa. Es
preciso, por lo tanto, ser curado poco a poco, y seguir soportando
por algún tiempo diversas debilidades. Basta con que el pecado nos
cause disgusto, aun cuando todavía no desaparezca del todo. Pues
Cristo carga con todos los pecados, con tal que los aborrezcamos.
Ya
no son ahora pecados nuestros, sino suyos, y en cambio, la justicia
de él ha llegado a ser propiedad nuestra.
Obras
de Martin Lutero.
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