Romanos
3: v.9b. Que todos están bajo pecado.
Todo
este pasaje debe entenderse como dicho en un sentido espiritual; es
decir, no describe a los hombres como ellos se ven a sí mismos, ni
como los ven sus semejantes, sino como los ve Dios. Y ante Dios,
todos están bajo pecado, tanto los que son malhechores manifiestos
aun a juicio de los hombres, como también los que ante sus propios
ojos y ante los de los demás tienen apariencia de buenos.
La
razón es la siguiente: los que son malhechores manifiestos, pecan
con su hombre interior y con su hombre exterior; son personas que ni
aun en su propio concepto tienen apariencia alguna de justicia. Pero
los que ante sí mismos y ante los demás tienen una apariencia
exterior de gente buena, pecan con su hombre interior. Pues si bien
hacen obras que por fuera son buenas, las hacen por temor al castigo,
o porque aspiran a recompensas, a renombre, o a alguna otra ventaja
material, pero no espontánea y alegremente; y de esta manera, su
hombre exterior se ejercita con gran empeño en hacer el bien, pero
su hombre interior está repleto de concupiscencias y deseos que van
en dirección contraria.
Pues
si esta persona pudiera actuar a su gusto impunemente, o si supiera
que no la esperan recompensas ni una vida en paz, de seguro que
optaría por abandonar el bien y hacer el mal como aquellos otros.
¿Cuál es entonces, ante Dios, la diferencia entre el que hace el
mal, y el que quisiera hacerlo, aunque no lo hace, ya sea porque lo
frena el temor, o porque lo tienta la perspectiva de lograr alguna
ventaja material? Bien puede decirse que este "buen hombre"
es el peor de todos si estima suficiente tal justicia exterior, y si
se opone a los que enseñan una justicia interior, y si al
objetársele su actitud, se defiende y no se da por aludido, aun
cuando lo que se le objeta no es que no esté haciendo nada, sino que
no lo está haciendo con un corazón sincero, y que tampoco corrige
el rumbo de su voluntad que desea hacer lo contrario de lo que en la
práctica está haciendo.
En
estas condiciones, las obras buenas del hombre aquel son doblemente
malas: primero porque no emanaron de una voluntad
buena
lo que les da el carácter de malas; segundo, porque con una soberbia
sin igual son declaradas buenas y defendidas como tales. Aquí caben
las palabras de Jeremías
2: 13: "Dos males ya ha hecho mi pueblo etc." Por
consiguiente: a menos que por la gracia de Dios (que él prometió y
concede a los que creen en Cristo) aquella voluntad sea curada, de
modo que encaremos las obras de la ley libre y gustosamente, con el
único deseo de agradar a Dios y de hacer su voluntad, impulsados a
la acción no por temor al castigo ni por amor propio - a menos que
sea así, siempre estamos bajo pecado. Por eso está escrito: Romanos
3: V10.
No
hay justo, ni aun uno
Romanos 3: V10 No hay justo, ni aun uno.
¡Todo
aquel que lea esto, cuídese, abra los ojos, y preste
mucha, pero mucha atención! Pues un justo como lo busca aquí el
apóstol, se encuentra sólo muy raras veces. Esto pasa porque muy
raras veces nos examinamos a nosotros mismos tan a fondo como para
que podamos detectar y reconocer esta debilidad, o mejor dicho, esta
enfermedad mortal de nuestra voluntad. Y por eso raras veces nos
humillamos a nosotros mismos, raras veces buscamos de un modo
correcto la gracia de Dios: es que nos falta el entendimiento, como
dice aquí (v. 11). Tan sutil es, en efecto, la enfermedad aquella,
que ni aun los hombres de más elevada espiritualidad pueden captarla
plenamente. Por eso, los que de veras son justos, gimen e imploran
por la gracia de Dios, no sólo porque se dan cuenta de que tienen
una voluntad mala y por lo tanto son pecadores ante Dios, sino
también porque ven que jamás podrán entender en forma cabal cuán
profunda y extremadamente mala es su voluntad, lo que los lleva a
creer que siempre son pecadores, como si su voluntad mala fuese un
abismo sin fondo. Y así se humillan, así lloran, así gimen, hasta
que quedan completamente sanados, lo cual ocurre en el momento en que
mueren. He aquí, pues, el motivo por qué siempre pecamos. "Todos
ofendemos muchas veces" (Santiago 3:2); y "si decimos que
no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos" (I
Juan.
1: 8).
Pondré
un ejemplo: Un hombre hace lo bueno y evita lo malo impulsado por su voluntad; ¿lo impulsaría su voluntad de la misma manera a hacer lo
bueno y evitar lo malo si no hubiera mandato ni prohibición? Creo
que si hacemos un examen honesto de nuestro corazón, ninguno
descubrirá allí dentro a un hombre tal, a no ser que sea un dechado
de perfección. Antes bien, si tuviera plena libertad, dejaría de
hacer mucho de lo que es bueno, y en cambio haría lo malo. Pero
precisamente esto
es "estar en pecado" ante Dios, a quien debiéramos
servir en forma espontánea, con esa voluntad que acabo de describir.
Por esto dice la Escritura que "no hay hombre justo en la
tierra, que haga el bien y nunca peque" (Ecl. 7:20); y por esto,
los justos nunca cesan de confesar sus pecados, como lo expresa
también el Salmo 32:6: "Orará a ti todo santo en el tiempo en
que puedas ser hallado". Hasta podría preguntarse: ¿quién
sabe, o quién puede saber, por más que crea estar haciendo lo bueno
y evitando lo malo con esa voluntad, si verdaderamente es
así,
siendo que sólo Dios podrá juzgarlo, y siendo además que nosotros
somos incapaces de emitir a este respecto un juicio válido acerca de
nosotros mismos, según las palabras del apóstol en 1 Co. 4:7:
"¿Quién te distingue?" y "No juzgueís nada antes de
tiempo" (l
Co.
4:5)?
Hay,
en efecto, personas
que creen tener una voluntad tal; pero esto es una peligrosa
presunción que engañó a muchos de la manera más astuta: en la
firme confianza de ser ya poseedores de la gracia divina, no se
molestan en escudriñar lo íntimo de su corazón, se vuelven cada
día más tibios, y al fin literalmente mueren. Pues si se examinaran
a sí mismos para ver si lo que los impulsa a hacer el bien o evitar
el mal es el temor al castigo, o el afán de gloria, o la vergüenza,
o el deseo de hacerle un favor a uno, o alguna otra inquietud de este
tipo sin duda descubrirían que lo que los impulsa es justamente lo
que acaba de mencionarse, y no la voluntad de Dios solamente; o al
menos descubrirían que en verdad no saben si actúan por puro amor a
Dios. Y una vez hecho este descubrimiento, inevitable por cierto, y
ante la triste realidad de que en nosotros no hay nada de bueno de
que podamos jactarnos sino únicamente maldad, ya que por naturaleza
somos malos, seguramente se llenarían de temor, se humillarían,
buscarían constantemente la gracia de Dios con súplicas y gemido, y
de esta manera crecerían de día en día.
Pues cuando la Escritura nos manda tener esperanza, por cierto no nos lo
manda en el sentido de que esperemos haber obrado como debiéramos;
antes bien, lo que debemos esperar es que el misericordioso Señor,
el único cuya mirada puede penetrar en el abismo de nuestra maldad
(cuya superficie yace para nosotros en tinieblas), no nos cuente
nuestra maldad por pecado, cuando se la confesamos. Así dice Job
(9:21): "Aun cuando yo fuere íntegro, mi propia alma lo
ignora", y "yo temía todas mis obras" (Job 9:28).27
Es que Job no podía saber si había obrado con un corazón
enteramente libre de segundas intenciones, o si no había buscado su
propio provecho, siquiera con un deseo remotísimo.
¡Cuán
presumida y cuán pecaminosa es por lo tanto aquella palabra de
Séneca: "Aunque yo supiera que los hombres no se enterarían, y
que los dioses me perdonarían: ni aun así quisiera cometer un
pecado". Presumida y pecaminosa, en primer lugar, porque ningún
hombre es capaz de poseer por sí mismo una voluntad de esta índole,
ya que siempre está inclinado hacia lo malo, hasta tal punto que
sólo la gracia de Dios puede moverlo a hacer lo bueno. Por lo tanto,
el que tiene una opinión tan buena de sí mismo, todavía no llegó
a conocerse de verdad - si bien es cierto, y no tengo reparos en
admitirlo, que con una mentalidad tal se pueden hacer o querer hacer,
no digo todas las buenas obras requeridas, pero al menos una que
otra; porque no estamos inclinados hacia lo malo en una forma tan
completa como para que no quede en nosotros algún pequeño resto que
tenga afección a lo bueno, como nos lo comprueba nuestra propia
conciencia.
Y
presumida y pecaminosa, en segundo lugar porque si bien Séneca
afirma que él no quisiera cometer pecado aun sabiendo que los
hombres no se enterarían y los dioses le perdonarían- ¿se atreverá
también a afirmar que su voluntad es hacer lo bueno, aunque supiera
que su actuar no despierta interés alguno ni en los dioses ni en los
hombres? Si se atreve a afirmarlo, su presunción no ha cambiado en
nada, porque de todos modos no escaparía al afán de gloria y a la
jactancia, al menos en sus propios pensamientos que serían
pensamientos de complacencia consigo mismo.
Pues
el hombre no puede apetecer sino lo que es suyo; sólo puede amarse a
sí mismo sobre todas las cosas. En esto radican todos sus defectos.
De ahí resulta que aun con sus obras buenas y virtuosas, tales
hombres se buscan a sí mismos, es decir, buscan cómo poder admirar
y aplaudir a su propia persona. No
hay justo,
ni
aun uno (3:
10),
porque nadie tiene dentro de sí mismo el impulso de cumplir la ley
de Dios, todos se oponen a la voluntad divina, por lo menos en su
corazón, pero justo
es
sólo aquel "cuya delicia está en la ley del Señor" (Sal.
1:2). Igualmente: Romanos 3: V11
No hay quien entienda.
Martín
Lutero.
Gracias!! Me ha servido para entender que mis pesamiento no son los pensamientos de Dios..
ReplyDeleteYHWH te bendiga con SU entendimiento, con la mente de SU Hijo Cristo Jesus y Su Uncion...Amen.
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